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En estos días en los que el aire viene cargado de melancolía y de recuerdos en forma de tradiciones, pareciera que estamos susceptibles a todo aquello que pueda parecer fuera de nuestra realidad, de nuestro mundo humano.

Estamos esperando la llegada de nuestros difuntos y para ello hemos dispuesto un altar que honra sus gustos gastronómicos y adorna la mesa con los recuerdos impresos de lo que alguna vez fue su existencia y ahora es una fotografía.

En “Los trenes de los muertos”, de la autora argentina Sara Gallardo, nos encontramos con una historia que dista un poco de ir en el sentido de lo que podríamos inferir por el título.

¿Qué sabemos? Sabemos que el hijo de un hombre ha sufrido un accidente, pues un tren había pasado y de manera poco afortunada arrasó con el joven dejándolo en coma por casi un mes. El padre, quien había perdido ya a su esposa, termina por vivir en desgracia cuando el evento del tren destruye momentáneamente a la persona que le quedaba en la vida.

Después de un tiempo, el joven se encuentra muy cambiado. La relación con los trenes naturalmente no es la misma, pues significan algo totalmente distinto para él. Pensemos en el tren como potencia, como desastre o como la posibilidad de que uno pueda ser destruido por su metálica composición en cuestión de segundos. Aunado a esto, y de manera crucial, el chico ahora tiene una especie de visión cambiante: puede ver a los muertos en el tren.

Son los muertos en vida, los que viven automáticamente sin pensar ni sentir; los que abordan el tren y descuidan su existencia con el paso del tiempo.

Es así. A veces sabemos que posterior a un accidente traumático tendremos una suerte de clarividencia, como quien puede ver más allá de sí y mirar hacia el otro mundo.

En esta tierra yucateca no necesitamos trenes para ver o sentir a quienes vienen del más allá, basta con nuestro recuerdo y el amor de quien espera a quienes nunca se han ido del corazón.

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