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Hubo un momento en mi existencia en el que consideré que escribir mis sentimientos, dejándolos caer en una hoja de papel, tal cual fueran fluyendo al momento en mi mente y corazón, sería para mí una terapia de vida.

Ese día fue justamente al cumplir mis nueve años de edad, cuando mi padre me dio como regalo de cumpleaños 50,000 pesos, algo parecido a 500 pesos de hoy, en ese mismo momento supe que ese dinero lo tenía que invertir en un diario, un pequeño libro de color rosa con un cerrojo que se abre con combinación, que había visto días atrás en un negocio cercano al rumbo en que vivíamos.

Han pasado varios años desde aquel 27 de octubre, y ese librito rosado sigue resguardado en mi cajón de cosas especiales, no está solo, hay otros más que le siguieron contando mis días, justo hasta que cumplí 19, cuando decidí que no era conveniente dejar por escrito lo que vivía y sentía.

Así somos las personas, con el paso de los años adquirimos un miedo inexplicable a la transparencia, asumimos que decir lo que pasa en nuestra mente, alma y corazón puede ser un arma de doble filo si lo ofrecemos al público en general, y tal vez no es del todo errada esa percepción.

Con el paso del tiempo, acompañando mis ganas de leer y adentrarme en las páginas de los libros como si fueran la realidad pura, me animé a escribir más allá de mis experiencias, y conseguí un cuaderno con portada café que lleva mi nombre escrito en otro idioma, allí fui dejando caer las letras como iban fluyendo, a veces los pensamientos me llamaban en la noche y no tenía reparo en levantarme rápidamente para ir por el cuadernillo para escribir en él lo que pensaba.

Escribí en algún momento al amor, lo describí como una fuerza potente que domina al cuerpo y a la mente; como el sentimiento que levanta siempre al que está caído, ese que da ánimo al que ya lo perdió, haciendo que el corazón no se sienta herido, aunque al final no sepas ni cómo llegó. Sin embargo, aprendí con los años que existen muchos tipos de amor, conocí el amor inexplicable de ser madre, el amor que te dan los hijos, el amor al trabajo, a la vida, el amor por existir.

También puse espacio al silencio, señalándolo como el mejor confidente de todos los tiempos, el que escucha sin juzgar, que te permite hacer preguntas sin temor a ser etiquetado, por años lo abracé como un gran compañero, pero llegó un momento en el que descubrí que hay ocasiones en las que debes abandonarlo, para manifestar lo que eres, lo que quieres, y lo que deseas.

El tiempo no se escapó de mis caprichos, no tuve problema alguno al describirlo como un traidor, porque en un principio nos invita a confiarnos y al final se nos va entre las manos, sin avisar.

Abrí de nuevo el cuadernillo café y la pluma me invitó a conversar entre tinta y papel con la soledad. Suspiré mucho frente a ella, la percibí más fría que el silencio, más confusa que el amor, no sé porque extraño motivo la disfruté en grande, a pesar del vacío que la acompaña, muchos son sus inconvenientes, pero ella (la soledad) tiene una virtud, la lealtad, en su presencia no hay margen de error.

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