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En cada desayuno, en cada junta, en cada reunión, lo que los papás hacemos es quejarnos de los hijos que hemos criado; más bien, de los hijos ajenos, porque en los nuestros nos cuesta trabajo admitir nuestros propios errores. Hemos entendido, muy tarde, que a los hijos hay que amarlos incondicionalmente y que en nombre de ese amor hay que ponerles límites.

Porque el mundo perfecto no existe, quisimos crearles una burbuja rosada en la que no hubiera dolor ni sufrimiento, en la que se reconocieran todos sus logros y esfuerzos. Quisimos hacerles creer que con esforzarse era suficiente, que ganar no es lo más importante y que ante todo tenían la comprensión de unos padres que siempre tenían a la mano una disculpa para cuando no lograban su meta y se rendían en el camino.

La teoría es correcta, la verdad es que lo que hace a un ser humano no es el que siempre llegue en primer lugar, no tiene que ser siempre el mejor. Pero en nuestro afán por cuidar su autoestima, en vez de enseñarles que el primer lugar no era lo único importante, les hicimos creer que aunque no te esfuerces puedes considerarte triunfador.

Los niños y adolescentes de hoy se acostumbraron a recibir una medalla por simplemente participar en una competencia; se acostumbraron a unos papás que los aceptan tal y como son, pero se nos olvidó decirles que siempre podemos ser mejores, que no importa ganarle a los demás, pero tenemos que esforzarnos por ser mejores personas que ayer y por dejar un mundo mejor que el que encontramos.

Nuestros hijos se sienten perdidos y sus actitudes son el reflejo de esa vida sin sentido, de creer que el amor incondicional que les tenemos significa que no pensamos que puedan ser mejores. Al aceptarlos tal y como son los obligamos a la mediocridad de no esforzarse por ser mejores, pues de cualquier manera son aceptados y queridos.

Pero no está todo perdido, esa seguridad en nuestro apoyo y cariño ha sentado unas bases maravillosas. Pero debemos empezar a enseñarles que la vida es para compartirla, que el éxito, el amor y el cariño deben comunicarse con los demás, porque si no, se estancan. Que lo que no se comparte en la vida se pierde o realmente nunca se tuvo. Debemos enseñarles que en esta vida no sólo vinimos a recibir, sino también a dar. No queramos ahora contrarrestar nuestra actitud del pasado con castigos, regaños y límites implantados a lo loco. Mejor busquemos darle sentido a sus vidas.

Pero antes de empezar a buscar el sentido de sus vidas mirémonos a nosotros mismos, porque tal vez nos hemos convertido en el ejemplo de una vida sin sentido. Una vida cuyo único objetivo es vivirla y buscar la satisfacción inmediata. Tal vez debemos de crecer juntos, jóvenes y adultos, y buscar madurar para lograr una vida más plena, dejar de perseguir pokemones por la calle en nuestro teléfono y comenzar a perseguir nuestros sueños.

Ellos no están sabiendo ser buenos jóvenes, pero nosotros tampoco estamos siendo buenos padres o adultos. Amarlos es importantísimo, pero además del amor debemos darles compañía, ejemplo, confianza. Si queremos que lleguen a ser hombres y mujeres de bien, empecemos por darles el ejemplo.

Reubiquemos nuestros valores, decidamos cuál es la meta de nuestra vida, no sólo laboral o económicamente, sino como familia, como amigos, como padres, como seres humanos. Para guiarlos a un futuro mejor tenemos que empezar a sentar las bases.

Un edificio no se empieza por el penthouse, sino por sus cimientos; que al ver la obra terminada, no lucen los cimientos, pero son lo más importante, son los que la hacen perdurar.

Dejemos de quejarnos y pongamos manos a la obra, llevamos muchos años viendo que el camino que tomamos no es el adecuado, que permitimos que la televisión y el teléfono inteligente nos ganaran la partida, que nos rendimos ante la voluntad de esos pequeños niños que aprendieron pronto a dominarnos. Tomemos la rienda y démosle sentido a nuestras vidas. 

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