Las alas negras del zopilote (I)

Carlos Evia Cervantes: Las alas negras del zopilote (I).

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Cuando la vida apenas empezaba en la tierra del Mayab, Chom o zopilote, era un ave de gran belleza. Sus plumas eran suaves, lustrosas y de vivos colores. Para distinguirlo de otras aves, los dioses le pusieron sobre la cabeza un penacho de plumas azules y amarillas. Así lo publicó el profesor Santiago Pacheco Cruz, gran investigador de la cultura maya.

En aquel entonces Chom era muy difícil de complacer, solo comía los más exquisitos manjares. Pero este personaje tenía un grave defecto. Era un glotón; por mucho que comiera jamás saciaba su voraz apetito y ésta habría de ser la causa de su terrible desgracia.

En los tiempos prehispánicos los mayas no olvidaban a sus dioses y por eso en la ciudad de Uxmal, durante una semana se realizaban solemnes rituales y reuniones dedicados a las deidades. Para esta ocasión el poderoso soberano invitó a las personas más importantes del reino: jefes, guerreros y sacerdotes. Ordenó preparar un espléndido banquete en la terraza de su palacio. En el primer día de las actividades y poco antes de llegar los convidados, los criados pusieron sobre un altar costillas con frescas y jugosas frutas; elotes cocidos bajo la tierra y grandes platones conteniendo carnes condimentadas.

Según la antigua costumbre, las comidas debían permanecer una hora sobre el altar antes de que a los convidados les fuera permitido tocarlos. Así, después de que todo fue dispuesto en perfecto orden, los criados abandonaron la terraza. Atraído por el aroma delicioso que los manjares despedían, Chom, el zopilote, empezó a revolotear sobre el altar y miraba las tentadoras viandas. Ya había comido, pero las comidas expuestas despertaron su insaciable apetito.

Dio unas cuantas vueltas sobre aquella terraza y finalmente bajó seguido de su numerosa familia. Aterrizó cerca de un platón que contenía carnes de venado doradas por haber estado cocinándose toda la noche. En la otra sala el rey y sus huéspedes esperaban con impaciencia la hora del banquete.

Cuando se dio la señal para ir a comer, con el debido orden y según su rango, los invitados siguieron al rey que se dirigió hacia donde estaban las viandas. Pero cuando éste se asomó a la terraza se detuvo estupefacto.

Al ruido de las pisadas, los zopilotes abandonaron violentamente el lugar. La escena que vio el rey era desoladora, los platones que una hora antes contenían las sabrosas viandas, ahora solo tenían huesos y restos de alimentos. Todo el altar era un terrible desorden.

El monarca, enrojecido de ira y con voz de trueno llamó a sus arqueros, pero éstos llegaron tarde. Los glotones volaban ya a gran altura y fuera del alcance de las envenenadas flechas. El encolerizado soberano llamó a los adivinos y les dijo que debían encontrar el castigo más severo para este crimen (Continuará).

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