|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

De Xcaret a Ciudad de México, de Pomuch a Michoacán, la humanidad va entendiendo que en realidad la muerte no existe y que es verdaderamente puerta a una vida mejor, como se puede sentir en el México de hoy, en pandemia y con los efectos de una guerra que ya es también alimentaria, acicates de un inevitable ascenso planetario.

Ya la muerte es una fiesta en la que aquellos que se fueron vuelven para pasar una noche entre los vivos, porque en realidad nunca se fueron. Durante el Día de Muertos que México celebra cada noviembre desfilan las flores, el chocolate y la música. En las calles se baila y en las casas se comen tamales, porque no se lamenta la ausencia, sino que se celebra la vida.

No hay fecha o sitio preciso que marque su origen en la historia, pero se sabe que el Día de Muertos nació de costumbres prehispánicas que comenzaron a modificarse tras la conquista española y la llegada del catolicismo en 1521. El doctor Andrés Medina, investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, explica que el punto de partida está en las creencias relativas al cultivo en Mesoamérica. “En la mitología, el maíz es enterrado al sembrarlo y ese personaje que es el maíz lleva una vida subterránea durante un periodo para luego reaparecer como planta”, dice en una nota de AP.

“Está muy bien expresado en el Popol Vuh, donde dos hermanos se van al Inframundo y narran sus aventuras para luego reaparecer en la forma de caña de maíz”, añade en referencia al libro sagrado de los mayas que cuenta su historia y mitología.

Bajo esa concepción, el grano de maíz es semilla. Es hueso y principio de vida. De ahí que cada Día de Muertos el esqueleto sea el ídolo bajo los reflectores: los hombres y mujeres se maquillan como calaveras y en las figuras sonrientes de los carros alegóricos no existe la piel.

Esa noción del retorno de los huesos al mundo de los vivos es también lo que explica las ofrendas: al igual que las semillas bajo la tierra, los muertos desparecen transitoriamente, pero vuelven como la cosecha que se espera cada año.

En medio del Zócalo de Ciudad de México, rodeada por altares representativos de todos los estados de México, Paola Valencia cuenta que la tradición es muy especial en su ciudad de origen: Santa Cruz Xoxocotlán, en Oaxaca. “Me encanta porque me recuerda que (los muertos) siguen entre nosotros”, asegura emocionada.

La joven de 30 años dice que en su pueblo se construyen altares grandes y aunque eso implica mucho trabajo, en su comunidad es motivo de orgullo. “Hay veces que hasta me dan ganas de llorar. Nuestros altares dicen quiénes somos. Somos muy tradicionales y nos encanta sentir que ellos (los muertos) van a estar con nosotros aunque sea una vez al año”.

A sus espaldas, cientos de mexicanos se toman fotos con diferentes catrinas, como se conoce a las calaveras vestidas con sombrero y ropa de gala inspiradas en los grabados de José Guadalupe Posada, un artista mexicano que retrató los pesares y alegrías del pueblo de principios del siglo XX.

Todos sonríen, porque aquí la muerte también es vida. Aquellos que se fueron siguen entre nosotros para compartir la mesa, bailar al son de la música y partir juntos el pan.

Lo más leído

skeleton





skeleton