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En uno de sus más bellos poemas, “Alta hora de la noche”, Roque Dalton (1935-1975) escribió: “Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre”, refiriendo al ser amado, cuya capacidad de mantener presente aquello que se ha ido se desprende del hecho simple de la razón, y, a la vez, desarrolla el poeta salvadoreño una metáfora de la capacidad humana de permanecer “con vida” mientras en la memoria de otro ser existamos, pero, también, en líneas posteriores, abre paso a otro aspecto sensible e importante frente a la muerte o ausencia física: “No dejes que tus labios lleven mis once letras / Tengo sueño, he amado, he ganado el silencio / No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto / Desde la oscura tierra vendría por tu voz”, advirtiendo que esa misma capacidad de permanencia en el recuerdo pudiera convertirse en una especie de ancla que detenga los procesos de duelo y despedida connaturales a la partida física.

Por alguna razón, quizás no exteriorizada, en los últimos días he pensado en la muerte, no como una evocación anhelante, sino como una circunstancia que nos rodea y que en determinado momento nos alcanzará, en todo caso, tal vez sea un paso más de la aceptación de que lo venidero, invariablemente, desembocará en la partida definitiva a ese sueño que Dalton nombra en su poema. Los procesos propios de la vida, los cambios físicos, las nuevas realidades e interrelaciones humanas que afrontamos, nos conducen siempre a una serie de caminos que habremos de enfrentar como decisiones ineludibles, cada uno sabrá qué hacer ante una eventualidad trascendente en relación con su existencia, el despertar de la conciencia sobre lo efímero que somos puede llegarnos instantes antes de la partida o mediante alguna revelación materializada en el diario andar mundano.

Las interpretaciones sobre la muerte conforman un mar de ideas que se amalgaman en el concierto universal de las culturas humanas, las formas de comprender y afrontar la partida física de un ser pueden partir de puntos equidistantes o de semejanzas cosmológicas, pero, como rasgo común compartido, la humanidad tiene una serie de valoraciones en torno a la permanencia en la memoria del ser que se marcha, o no, a una existencia de otro tipo. La conciencia generada sobre la muerte y las etapas de despedida son, entre otros, temas tratados por disciplinas como la tanatología. Los pueblos originarios de América Latina y, en especial de Mesoamérica, han desarrollado un alto grado de complejidad simbólica referente a la muerte, la presencia y despedida del ser que fallece, algo de ello se observa a fines de octubre durante los días de muertos, aunque en realidad el simbolismo y la interpretación cosmológica permanece a lo largo del año.

En el imaginario social solemos asociar al mes con aspectos melancólicos, su señuelo es la antesala a días de reflexión, conforme la vida avanza vamos siendo más conscientes de las etapas por las que atravesamos, quizás, como el título de la obra de Simone de Beauvoir advierte, llega el punto existencial en que comenzamos —reflexivamente o no— nuestra “Ceremonia del adiós”, sin que esto signifique que la partida está cerca. Únicamente se trata de sensibilizarnos frente al tránsito irremediable de los días, sin importar que existamos mientras se pronuncie nuestro nombre.

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