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¿Hacia dónde vamos?, sería un cuestionamiento valido si nos ocupara resolver el aparente misterio que envuelve el porvenir humano, esa inquietante interrogante que ha llevado por siglos a concebir las más profundas reflexiones sobre el camino que la humanidad tiene por delante, y, a la vez, pudiera ser una aterradora pregunta cuando observamos la realidad y la palpamos entre los escombros que nosotros mismos hemos producido al derribar en más de una ocasión aquello que llegamos a concebir como especie y lo que llamamos el ideal por alcanzar.

Hoy, como cantara en su melodía “En mi calle” Silvio Rodríguez: “En mi calle el mundo no habla / La gente se mira y se pasa con miedo”. Los procesos de desintegración social se elevan a grados no esperados o, quizás, no advertidos por la soberbia que suele cubrirnos los ojos, la deshumanización es un proceso lento, pero continuo, que nos ha llevado a despreciar a quien a nuestro lado pide ayuda o levanta la mano para exigir un derecho, un poco de pan, su tierra arrebata, o tantas otras cosas que nos llenan de vacío el alma. La pandemia de Covid-19 trajo gratas oportunidades de observar la solidaridad y la hermandad vuelta a tejer entre la tragedia y la agonía, donde resurgió en los contextos más complejos la conciencia compartida de que somos seres humanos y la integración es una garantía de la sobrevivencia. Pero, también, en los días más aciagos de la contingencia, vimos los actos más viles y egoístas, recubiertos de intereses particulares, como cuando las vacunas volvieron a demostrarnos que el negocio es ponderado por encima de la vida, o en aquellos sitios desafortunados en los que la marginación es tan grande que la sobrevivencia es más un acto de guerra.

La deshumanización tiene raíces profundas, nace en el mensaje egoísta del sistema capitalista, mismo que nos conduce a despreciar aquello que no nos sirva para la acumulación de riqueza y la competencia desmedida entre seres humanos, por eso el desprecio hacia lo que alguna vez valoramos no es de sorprender, ya que es inculcado desde la ideología implantada como parte de la guerra cultural que nos quiere adoctrinar silenciosamente. Tal y como Silvio Rodríguez sigue cantando en la citada melodía: “En mi calle de silencio está / Y va pasando por mi lado / Es un recuerdo desigual / Yo no sé por qué estoy mirando / Por qué estoy amando / Por qué estoy viviendo / Yo no sé por qué estoy llorando / Por qué estoy cantando / Por qué estoy muriendo”. Ahora los migrantes, arrojados por miles a la marea y a las trampas mortales, añoran los rincones de la infancia donde crecieron, sitios hoy desvalorados por la modernidad desarrollista o el grosero olvido que condena a la devastación.

La libertad se convirtió en una cárcel con nomenclatura de consumo y código de barras, la rebeldía es condenada con la desaparición y la esperanza se arranca como raíz mala en un campo por explotar. Todo fue puesto en duda, y si bien la duda es revolucionaria, se le extrajo la crítica para llenar de prejuicio, y así borrar los sentidos profundos de la hermandad.

La autoflagelación pareciera el camino destinado para quien levante la mano y cuestione ¿hacia dónde vamos en la actual encrucijada humana?, pues la respuesta se bifurca entre la barranca del infierno dantesco y la pradera reverdecida a la que cantara también Pablo Neruda. Al final, en ocasiones, pretenden conducirnos a la desesperanza, pero aún no pueden…

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