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Es difícil explicar una juventud lectora sin Arthur Rimbaud. Es, de hecho, un asunto genérico entre los poetas. Su obra supone un estandarte radical: no a las reglas, no al programa, y sí rotundo a la libertad creativa (y al estudio del objeto a transgredir). Una temporada en el infierno supone cosa mayor para el poeta primerizo, desde un desahogo melodramático durante los primeros años de escritura, hasta un reconocimiento de la vocación literaria. Quiero decir: durante esos primeros años, Rimbaud puede ser la piedra angular para tomarse en serio, o no, el oficio de la literatura.

No soporto lo suficiente las generalizaciones, así que me ocupo de contar mi caso: conocí la obra de Rimbaud a los 17 años, como estudiante de la especialidad en Letras del Centro de Educación Artística “Ermilo Abreu Gómez”. Ejemplar rojo. Edición bilingüe. Terramar Ediciones. Lo habré leído, por lo menos, cincuenta veces ese año. Pasar del embeleso de la poesía amorosa y satírica a la nueva verdad del infierno y las iluminaciones (eso sí que es un drama). Y, como es normal en la adolescencia tardía, busqué construir la figura de un maestro invisible, uno que no podía juzgar mi trabajo ni mis decisiones. Durante ese periodo y viendo pasar a los profesores de creación literaria, la presencia del poeta francés no me dejó tranquilo. No sólo era un autor, también fue una especie de emisario. Digamos que, para ese momento, no quería ser poeta, quería ser Rimbaud.

Fue entonces que surgió la oportunidad de ser un enfant terrible en miniatura, porque desde los dieciséis años escribía, y escribía una imitación descarada de todas mis lecturas. Era un espejo orgulloso, mi identidad era la sombra que seguía. Carecí, sin embargo, de infiernos personales. Vivir al día es un infierno de dominio público. Tenía los poemas y una vocación más camaleónica que creativa, por lo que mi dramática imitación era, sobre todo, de lenguaje: el tono de Rimbaud, la mano de los traductores, la expresión desenfrenada y el adjetivo más desbordante que preciso.

Aquí entra al ruedo la figura de dos maestros más que visibles para mí: Alfredo Tapia, que sin saberlo me transmitió su reservada irreverencia y sentido crítico hacia la escritura y los escritores, y Juan Ramón Góngora, que antes que actor fue, para mí, una llave hacia la literatura francesa. Y ahí, en esas clases, me aconsejaron participar en un Premio Nacional de Poesía Joven que terminé ganando, cómo no, con aquella imitación simbolista. No fue por innovador ni mucho menos, fue por escribir algo distinto a los poemas de amor que invaden la poesía inexperta. Siguió después el primer encuentro de escritores, la primera beca y el desprecio por las instituciones de cultura, que después se convertiría en desprecio hacia la “vida literaria”.

El tráfico de armas nunca fue una opción, tampoco la pequeña fortuna. De Rimbaud me queda eso: el recuerdo de una imitación lingüística, y el presente de una convicción inquieta

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