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Cuando se inicia en la escritura poética se tienen algunas certezas extrañas: debo escribir mis sentimientos, mis pensamientos, debo escribir ante todo desde mi identidad. Añado, también, que debe estudiarse el fenómeno para obtener el derecho de escribir lo que uno quiera, cuando quiera y como quiera (estas palabras no son mías, sino que las escuché varias veces de boca de algunos poetas que admiro y respeto). Verdades. Escribir desde lo que somos y pensamos, independientemente de si eso es reconocido y reconocible. Escribir, pues, desde la libertad que otorga el proceso: la publicación, los lectores, los resultados finales (la obra como consumo) van después y, de alguna manera, no nos pertenecen. Los procedimientos, la creación per se, no tiene cadenas de ningún tipo.

Un poeta altamente religioso, un poeta que esquiva los perdigones inflamables del lirismo, otro que se aburre de sí, y otro que escriben desde el experimento. Todos, sin excepción, son poetas. Buenos y malos poetas. Buenos y malos libros en cada cual. Valiéndonos de comparaciones casi prestadas de Eugenio Montejo, podemos afirmar que un pan blanco de lo más fino es tan obra de un panadero como un pan blanco incomible. Pienso en lo que te vuelve poeta, al menos en México: los premios que ganaste, las becas, las listas de Mejores Libros del Año, las interacciones en redes sociales. Siempre la poesía está rodeada de contradicciones, siempre la poesía se administra de maneras insólitas. Si mi poesía, a decir de muchos, es poco clara, ¿debería cambiar mis formas? Si mi poesía es demasiado tradicional, o demasiado arriesgada, ¿qué será de mí? He pensado siempre en los costos de intentar, de jugar a contracorriente, de saberse aunque sea un poco extraño en un mar de certezas y características mínimas para reconocer “Verdadera Poesía”. Antes de escribir hay que pensar. Suena claro, fácil, suena intrínseco en la acción, pero muchos se sorprenderían. Cuando leemos a un ejército de clones, abrazados al lirismo, podemos sospechar. Cuando leemos al otro ejército de clones, innovadores y punks de la poesía, también podemos sospechar. Y sospecha no es descalificación. Decir: “aquí no hay ningún riesgo” es válido y sólido como preámbulo crítico; decir, del otro lado, que el otro extremo es “demasiado retórico, formalmente tratado pero también vacío” es otro preámbulo crítico. Falta, claro, desarrollar. Dicho lo anterior, la afirmación de “esto no es poesía” es ya una tomadura de pelo digna de lo peor e indigna de una sola migaja de inteligencia o sentido. La poesía es siempre el lenguaje potencialmente posible. Se deben excavar los límites. Los poetas que destruyen e incomodan son, a mi forma de ver, los más necesarios. No hay, sin embargo, crímenes poéticos: si tu búsqueda es rendir homenaje a la más afrancesada y delirante poesía, replicar aciertos y anacronismos, nadie nunca te pedirá lo contrario.

La poesía no es aburrida: lo aburrido es aceptar unas reglas presuntamente inexorables. Los mismos que, de pronto, acusarán de moda todo aquello que busque desde otros sitios, que presente lenguajes impropios para la tradición más recalcitrante. No podemos saber, a ciencia cierta, la “honestidad” con la que se escribe (sólo en el caso de los poetas más simplones), por lo que debemos descartar este argumento como crítico o característico de la poesía “verdadera”. Resta decir: cada quien su síndrome de Estocolmo. 

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