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Se afirma que la crítica, al menos la literaria, se ha reducido en nuestros días a la crítica de cuarta (de forros) o la reseña sinóptica, es decir, pequeñas viñetas textuales que no abundan en los aspectos esenciales de lo que se comenta. No hay diferencia, entonces, entre aquellas notas que realizan los presentadores de libros con el fin de persuadir a los asistentes a adquirir un ejemplar, y esas prosas analíticas que dicen lo mismo de una autora argentina del género fantástico que de otra cincuenta años mayor, europea y de otra índole en general.

Podemos atribuir lo anterior a factores totalmente válidos, pero hablemos del factor propio de las redes sociales y la experiencia de internet. La forma en que la opinión popular de Facebook o Twitter comprende el objetivo de una crítica literaria es el resultado de la nueva sensibilidad de estos medios, donde una descalificación depositada en los comentarios de un post se confronta con páginas y páginas de apuntes críticos abordados con seriedad y respeto, y no debe confundirse esto último, el respeto, con la excesiva flexibilidad o la “democracia” de quienes escriben. Esto no significa, tajantemente, que las redes sean el vertedero de las buenas conciencias, sino que tiende a serlo de la trivialidad. Pasa entonces que la crítica, como todo lo que producimos ahora, tiene como principal campo de exposición el ambiente de internet. Parafraseando a cierto poeta español, hace falta una racha de maldad en la crítica y sus lectores. Un poco de humildad tampoco es mala idea.

A veces olvidamos que la reseña crítica, el comentario meticuloso de una obra o de cierto aspecto suyo, no se basa únicamente en conectar cientos de miles de referencias y encontrar la razón de todas las encrucijadas, sino en hacer de ese conocimiento más o menos profundo del lenguaje específico un elemento más en el proceso: la prosa crítica se afila, la exposición de motivos, la argumentación también. Hay obras incipientes como críticas incipientes. Ambos escritores y creadores –el crítico es un creador, muchas veces lo es más que otros que obtienen más fácilmente la categoría– cultivan su género hasta potenciarlo y potenciarse, y ambos cometen pifias incluso en su etapa de consagrados. Afirmaba Antonio Cisneros que publicar su primer libro le otorgó la desvergüenza necesaria para seguir publicando sus poemas, ¿no la primera o las primeras críticas hacen lo mismo por el crítico? Esa frase del argot literario que reza “el crítico es un escritor frustrado”, es un lugar común, un absurdo donde el odiado, tan crudo como siempre, quiere ser enviado por los más blandos a la segunda división de los que escriben.

Y como uno termina contando siempre su propia historia: imaginen que alguien, por ejemplo, un escritor joven, escribe una reseña crítica en aras de generar debate sobre el tema, provocar una respuesta o interés del medio para practicar este género. A cambio, recibe descalificaciones por su edad y juicios de valor personales (aterrizados en muletillas). Una cruda forma no del rigor, sino de la crudeza con que se niega el diálogo: ¿no será que en realidad los escritores no quieren crítica literaria, y que todos aquellos que catapultan esa frase (“no existe la crítica literaria”) en realidad lo anuncian con alivio y especial comodidad?

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