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Sábado. Beryl amagó, pero prefirió desviarse. Me encontraba enrollado plácidamente en la cama viendo el concierto de patadas entre Uruguay y Brasil de la Copa América cuando sonsacado (tal vez yo sólo quería un empujoncito) por Ninfa y Jorge -chamanes providenciales venidos del monte- doy un salto mortal para vestirme -de negro y así camuflajear- y vérmelas con el espejo –¿hay alguien ahí?-. Hay una pregunta a la que todo voyerista de la noche no se puede resistir: “¿qué plan esta noche?”, “¿qué show?”. En el momento que leí esa pregunta ya estaba aullándole a la Luna.

Otra noche en la ciudad. Aquí estoy, otra vez, cantando está maldita canción. Me dirijo una noche más al centro de Mérida. ¿Me dirijo al centro o me dirijo a la noche? Me gusta pensar que me dirijo a la noche como una deformidad del tiempo y el espacio donde lo bello, lo absurdo y lo terrible es posible. Dicen que todos los caminos llevan a Roma, pero a mí me han arrastrado al centro de Mérida. No sé a qué antro, bar, tugurio, congal, estoy yendo. “¿En dónde estamos Jorge? ¿En dónde estamos Ninfa?”. Nos movemos de un lugar a otro. La noche no es tuya, tú eres de la noche. Suena una radio: “Me enamoré de la noche, la noche y su sabor artificial, y si me di cuenta, no lo supe[…] la noche es un país imaginario, donde lo insignificante luce como joya envuelta en humo, donde más es más y todo se desea más”.

En algún lugar, un tipo amenaza con vomitarse encima; automáticamente ha sido enviado al gulag de los afectos de sus amigos. Ninguno volverá a verlo en toda la noche. “¡Qué oso!, ¿no?”. Tecno, tecno, más tecno. Un par de chicas bailándole a la bocina. El espacio cada vez es más reducido y hay un tipo que se contornea con todo su ser; parece que está bailando en otro plano, pero su cuerpo no deja de incomodarme. Mea culpa. Debí quedarme en mi casa. Decido salir a fumar. En la retirada me encuentro otro huracán. No se llama Beryl, pero se llama Clara.

Bocanada. Todo se disipa. Todo se pierde entre el humo y la confusión. Ya casi son las 2 de la mañana. Los movimientos y las decisiones en la borrachera son un paroxismo lleno de torpezas y malas decisiones. El diablo comienza sus labores después de las 2 de la mañana. Siempre es puntual.

En una mesa, tres protohipsters teorizan sobre el mundo whitexican: “hay dos tipos de whitexican. El primero es el clásico mirrey en todo su esplendor, pelo engominado, macho caon, colegio de alcurnia, camisa, pantalón y zapatos de marca, antro del norte de la cuidad, fuma vape, juega al FIFA, clásico de manual. El segundo es más taimado, astuto, disimulado. Estudió en buenas escuelas, pero tiene otros intereses. Le gusta, o aparenta interesarse por el arte (o al menos eso dice su Instagram). Le gustan las experiencias nativas, antiguas, prehispánicas. No es que quiera vivir en 1939 sin derechos, simplemente quiere algo vintage. Todo sin consecuencias, claro; todo sin ensuciarse, todo aesthetic. Tulum vibes, gampling, bares speakeasy, un buen brunch en la mañana, masa madre, cocina fusión. El arte como accesorio o como fondo de Instagram. Posar. Se trata de posar. Poser. Se siente único, auténtico, diferente. Tiene un diario. Escribe aforismos que firmaría Paulo Coelho o EckhartTolle; los problemas del mundo no van más allá de su ombligo; hippie de ocasión”.

“Disculpe, ya vamos a levantar la cristalería”, una invitación a retirarse. Veo rostros ansiosos. No hay angustia más grande para un trasnochado que la irrefrenable llegada del alba. La fiesta, sintética, continuará en otra parte. Clara, como Beryl, amaga, pero se desvía. No tocará tierra en mi península. Los chamanes me señalan el camino: “¡Enrique, espabila!”.

Yo mejor me voy a mi casa. Otra noche en esta… bueno, ya conocen el título de Nick Flynn.

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