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En septiembre del año pasado, su amable junta letras publicó una columna titulada “Sobre la Casa de los Famosos”, en la cual analizaba el fenómeno del reality show que había revitalizado a la menguante cadena de Emilio Azcárraga Jean.

En aquel texto escribía: “La Casa de los Famosos escarba en la psique del ser humano y su fascinación por el morbo que genera la intimidad de los demás (…) Guy Debord escribía que el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes. La relación que se establece entre los televidentes y los protagonistas del reality show no está configurada por la realidad, sino por la imagen que es proyectada en la pantalla. La mayoría de los fans del programa no conocen personalmente a sus protagonistas, pero son capaces de amarlos u odiarnos con vehemencia”.

Queramos o no, vivimos en sociedades y democracias mediatizadas (antes de votar, usted mira su móvil o “miro el móvil, luego pienso, luego existo”). Y al vivir en sociedades mediatizadas uno no puede desajenarse de la última polémica La Casa de los Famosos temporada 2: el conflicto entre la actriz Gala Montes y el denominado “irreverente” youtubero Adrián Marcelo.

En el calor de una discusión propia de la convivencia (y de un reality show, donde la performance es necesaria de cara al público) el comediante (con formación en psicología, sic.) hace alusión a los problemas de salud mental de la actriz demeritando su condición, su participación y ensañándose gravemente con comentarios totalmente fuera de lugar buscando un ataque reactivo: la persona que lo realiza enfada a propósito a la otra persona para provocar en ella una reacción para que luego la persona que ha sido agredida en primer lugar tenga que disculparse. Hecho que al parecer sucedió después del conflicto (perdón, pero no voy a suscribirme a Vix).

Adrián Marcelo es un personaje que se ha alimentado en la basura de las redes sociales, pero que ha sido pensado. Se alimenta de las peores pasiones humanas. El escarnio, el clasismo, el abuso, el racismo, el machismo. Todo eso envuelto en la etiqueta de “irreverente”, “humor negro” o “políticamente incorrecto”. Una verdadera patraña. El humor negro o políticamente incorrecto de verdad cuestiona las estructuras de poder y señala al privilegiado, al que abusa de su posición, al opresor. El humor revela las costuras del poder con un chiste, con elocuencia. Burlarte del oprimido, del bulleado, del discapacitado, de los homosexuales, de los negros, de los pobres, no es ni humor negro ni irreverente; es simplemente ser un imbécil con micrófono. Pero ojo, este tipo de contenido no es casual ni al azar. Pulula por todo el mundo y tiene una traducción política. En Estados Unidos, por ejemplo, el contenido de Adrián Marcelo podría encajar perfectamente en Breitbart News, el portal de Steve Bannon, uno de los ideólogos de la ultraderecha de todo el mundo. Ojo a esas pulsiones. Tu primo que dice “que ya no puede decir nada porque se ofenden” puede ser el votante de ultraderecha del mañana.

En resumidas cuentas, hay una serie de preguntas que subyacen bajo toda esta polémica mediática: ¿es un error escandalizarnos con un programa que se precisamente se encarga de sacar lo peor del ser humano?, ¿es una mirada condenatoria, elitista, soberbia intelectualmente reducir el conflicto a la simple vulgaridad, a los gustos pocos refinados de la mayoría de la gente? Como lo escribí hace casi un año, creo que este tipo de análisis, además de indolentes, no explican la complejidad de los fenómenos culturales: siempre impuros y llenos de matices. Dios escribe recto en renglones torcidos. La verdad está a medio camino.

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