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La muerte siempre es un tema tabú, difícil de digerir para la mayoría de nosotros y un suceso que afrontamos de formas diferentes. Sabemos que todos habremos de morir alguna vez, pero casi nunca podemos saber cuándo ni en qué circunstancias.

La incertidumbre de la muerte (irónicamente lo único verdaderamente cierto en nuestra vida) debe encaminarnos a pensar en lo que les deparará a nuestros deudos y cómo serán dispuestos nuestros bienes. Nadie se lleva “al otro lado” las posesiones terrenales, pero sí podemos disponer de lo que será de ellas una vez que nuestra vida se haya extinguido. La forma más sencilla de hacerlo es a través del testamento, ya sea que éste se dicte ante un notario (el testamento público abierto) o se trate de un testamento ológrafo, ese en el que hacemos dos copias a puño y letra, guardamos en un sobre cerrado cada uno, y entregamos uno de los sobres al archivo notarial, quedándonos el otro sobre para resguardarlo. La diferencia entre estos dos radica en que el público abierto puede perderse y no pasa nada, pues el sistema del archivo notarial guarda una copia, además de tener fe pública de un notario; el ológrafo, por el contrario, debe ser cuidado celosamente, pues de abrirse, dañarse o perderse, invalida en automático la otra copia y es como si nunca hubiésemos expresado nuestra última voluntad.

¿Pero es suficiente el testamento para “dejar” nuestros bienes? No, de hecho incluso nuestros bienes pueden transmitirse después de que nosotros hayamos muerto, pero sin duda un testamento facilita las cosas. Para que realmente nuestros herederos puedan disponer de estos bienes se requiere de un juicio, llamado Juicio Sucesorio o Sucesión, y esta sucesión puede ser de dos tipos, principalmente: testamentaria o intestada.

La testamentaria es, como su nombre lo indica, aquella en la que existe un testamento que es leído por un juez (o notario, en algunos casos), reconociendo a los herederos designados como tales por el testador, y asegurándose de que la herencia se divida y reparta en las proporciones y de la forma en que dispuso el difunto como última voluntad. Este proceso puede ser algo tardado, pero es relativamente sencillo en tanto que el testador ya designó herederos y ha especificado cómo repartir sus bienes. Al final, los herederos se adjudicarán la herencia, por lo que los bienes del difunto pasarán a ser parte de su patrimonio.

Por el contrario, ante la ausencia o invalidez del testamento, el Juicio de Sucesión Intestada es la vía correcta para adjudicarse los bienes de quien ha fallecido. A diferencia del testamentario en donde hay herederos designados, en este caso es el Juez quien designa herederos según las reglas del Código de Familia del Estado y reparte los bienes en partes iguales. Como hay que comprobar tener legítimos derechos para heredar, este proceso suele ser mucho más tardado y costoso que aquellos en donde sí se dejó testamento.

En cualquiera de los casos en que se encuentre, es importante saber que no basta con que una persona haya dicho que después de morir sus bienes pasarán a otros, ni tampoco basta con que se dicte testamento. Para que los bienes y derechos pasen legalmente a los herederos y formen parte de su patrimonio, de tal forma que puedan disponer de ellos como consideren, hace falta promover un Juicio Sucesorio. Si es el caso, los abogados estamos para ayudarle

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