La batalla discursiva
Héctor López Ceballos: La batalla discursiva.
Haciendo a un lado el principio de no intervención que su Gobierno supuestamente practica, AMLO celebró la derrota de la derecha en España. Atrás quedó el no pronunciarse sobre acontecimientos políticos en otros países, postura con la que ha salido de paso cuando le cuestionan su falta de crítica ante gobiernos autoritarios como el de Venezuela, o la situación que se vive en Cuba. Para López Obrador la intervención es válida cuando se trata de golpear las ideologías contrarias, e inaceptable cuando se evidencia algún fallo de las posturas con las que comulga.
Pero esto no es nuevo: estamos una vez más ante el discurso maniqueo que desdeña la autocrítica y sitúa al oficialismo mexicano moralmente por encima de sus opositores, o quienes ellos creen que son la oposición. Por eso los demás hacen las cosas mal, y en México vamos bien. Claro ejemplo es la falta de autocrítica de Claudia Sheinbaum, la “corcholata” favorita, cuando le preguntan qué ha hecho mal el Gobierno y responde que nada. Un Estado infalible y de extremo bienestar es este en el que el partido en el poder parece tener todas las respuestas, y que a la vez se cae a pedazos en temas como la inseguridad, la educación, o la salud.
Los otros, los conservadores, los de la derecha, son los malos. Nosotros los progresistas, los del pueblo sabio, somos los buenos. No importa que ideológicamente AMLO y Morena no correspondan siquiera a una izquierda moderada, teóricamente hablando. Lo que importa es la batalla discursiva de los unos contra los otros, tal y como lo han hecho muchos líderes a lo largo de la historia. Culpar y segregar al diferente son prácticas que observaron los romanos (contra los bárbaros), los cristianos (contra el islam), los nazis (contra los judíos y comunistas), los stalinistas (contra la crítica interna), y básicamente cualquier régimen político autoritario y que centralizaba el poder.
Por eso AMLO ataca repetidamente a la “Señora X”, quien pretende enarbolar el discurso de la pobreza, pero sin atacar a otros estratos sociales. Por eso las “corcholatas” no son capaces de nombrar una sola cosa negativa del cuatro teísmo, y sí miles de “la oposición”. ¿Lo peor? El legítimo hartazgo de la gente que desprecia décadas de corrupción y abandono se mezcla con la falta de criterio político y discernimiento. Se aferran a una solución mágica, única e infalible, que infaliblemente nos llevará también a otro tipo de problemáticas igual de graves que aquellas de las que se huye.
El dominio del discurso es la verdadera arma del oficialismo. Por eso las baterías se dirigen siempre hacia quienes cuestionan o se atreven a disentir con el discurso presidencial. No hace falta cerrar periódicos o despedir periodistas para hablar de censura. Basta, por ejemplo, con golpear en un programa matutino a quienes contrarían la verdad oficial, e insultar y cancelar por todos los medios a los disidentes.
Mayoría no es democracia. Democracia es consenso de los unos y los otros. Las mayorías también pueden ser autoritarias, sobre todo cuando por arma esgrimen la “voluntad popular”