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Las elecciones siempre evocan muchos sentimientos y emociones, tanto durante la jornada como los días posteriores en los que continúa el proceso a través de los cómputos distritales y las etapas de impugnación. Algunos celebran la aplastante mayoría, mientras que otros siguen sin entender qué sucede en el país para que se den estos escenarios inéditos.

Creo, sin embargo, que lo que más debe imperar es el respeto a los resultados electorales, independientemente de nuestras preferencias partidistas, pues Yucatán -una vez más- salió masivamente a las urnas para emitir su voto y expresar indudablemente su voluntad. Que ésta sea prístina, viciada o influida queda para las reflexiones posteriores y las reclamaciones ante los órganos electorales.

En el año 2018, cuando el actual y aún Presidente ganó la contienda federal, Yucatán registró una participación ciudadana del 75%. Muy por encima de la media nacional que rondó el 63.4%. Al momento de escribir esta columna, el Programa de Resultados Electorales Preliminares arroja una participación para nuestra entidad del 72.47%, doce puntos arriba del 60.02% calculado para toda la República. Una vez más los yucatecos demostramos la importancia que le damos a la civilidad, la democracia y, sobre todo, a la libertad de decidir e incidir en el rumbo del país.

Lo que muchos analistas dejan de lado es que esta participación ciudadana no sólo sirve para presumirse en una especie de competencia interestatal, sino que dota de una legitimidad mayúscula los resultados de los comicios y, sobre todo, a quienes resultan ganadores. El electorado yucateco habla con su importante mayoría y decide, guste a quien guste, quienes gobernarán o representarán a nuestra entidad. Difícilmente otros estados -e incluso la República en conjunto- tengan ese nivel de legitimación que da la asistencia indiscutible a las casillas.

Pero esa legitimidad, esa concurrencia a la “fiesta democrática”, esa distribución de votos también muestra que los yucatecos quieren construir sobre bases de entendimiento, diálogo y cooperación. Es decir, no admiten, consienten ni adoptan la polarización como forma de convivencia, y sí, en cambio, exige la reconciliación entre estratos sociales que, por cuestiones que padece todo el país, ha lastimado a los diferentes sectores que nos constituyen.

Ahora que son los días después, ahora que la población se ha manifestado, ahora que la resaca nos alcanza y que la fiesta electoral pasa a ser limpieza de la casa, es necesario que los actores políticos, sus allegados y sus seguidores, todos como sociedad, empecemos el acercamiento y tendamos los puentes que tanta falta hacen en el país, y cuya ausencia ha exacerbado la lucha fraticida-política en la que nos hemos hundido los últimos años. Si no se da el primer paso, por un lado, que se dé del otro. Que Yucatán sea ejemplo de construcción, no de polarización. Sólo así podemos empezar, por fin, a entender los motivos del otro, tan válidos como los propios, y viceversa.

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