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Seguimos en el mes de la infancia, ya pronto a festejar el Día del Niño, aunque para algunos de ellos no existirá ninguna ocasión de celebración, sea porque han sido privados de la vida o porque viven en un infierno de violencia permanente.

Las estadísticas son implacables: en la administración de Andrés Manuel López Obrador (de enero 2019 a enero de 2023) se han registrado 3,258 homicidios con arma de fuego contra menores de edad (de 0 a 17 años), de los cuales 531 eran mujeres y 2,727 hombres. Estos datos nos dan una idea del impacto del infanticidio en el país, destacando la necesidad de tomar medidas para prevenir estos actos violentos.

Miembros de la sociedad civil organizada han trabajado en una propuesta de reforma al Código Penal, para que se adecue a la realidad que se está viviendo, para pedir que se tipifique el infanticidio, toda vez que va en crecimiento en el país.

Si atendemos a lo que dicen la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, los Tratados Internacionales, las leyes generales sobre los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, y el Código Civil del Estado de Yucatán, existe una fuerte conciencia social y jurídica acerca de que los niños, niñas y adolescentes son merecedores de respeto y protección a sus derechos humanos, en el grado máximo que el Estado Mexicano pueda proveer.

El criterio rector lo encontramos en la Convención de los Derechos del Niño, que establece que el interés superior del niño es la medida que deben tomar las instituciones públicas y privadas en cuanto al bienestar social y tribunales, autoridades administrativas y órganos legislativos.

La conciencia sobre el grado superlativo que reviste la protección a los derechos humanos de los menores de edad es que son especialmente vulnerables, más aún cuando tienen 12 años cumplidos o menos, pues su desarrollo físico, moral y mental está aún en ciernes; la agresión más grave que se puede cometer contra un ser humano es privarle de la vida, derecho humano fundamental y base de todos los demás derechos.

La indefensión que presentan los niños y niñas se agrava según sus habilidades comunicativas, madurez psicológica y emocional, o si cuentan o no con redes de apoyo; este estado intrínseco de vulnerabilidad es aprovechado por los agresores, quienes casi siempre tienen una relación de poder sobre los pequeños y que estos no son capaces de resistir o advertir.

Si bien es cierto que el Código Penal contempla el homicidio en general y el homicidio en razón de parentesco, deja una ventana abierta a aquellos agresores a quienes debe de caerles todo el peso de la ley cuando de un menor de 12 años se trata, ya que, en el primer caso, el juzgador tomará en cuenta las circunstancias agravantes, y en el segundo, la relación de parentesco ascendiente o descendiente, pero no establece textualmente si se trata de un agresor que no tiene relación de parentesco.

Algo similar ocurre con la tipificación del feminicidio, que agrava la pena si se trata de una mujer menor de 18 años, en el cual las niñas quedan cubiertas, pero se deja invisible el hecho lamentable de que el menor al que le arrebataron la vida se trató de un varón.

Así como el feminicidio ha logrado visibilizar la violencia extrema que sufren las mujeres, es menester visibilizar la violencia extrema que sufren los niños y niñas. La estadística antes citada deja ver que, por cada niña asesinada, cinco varones fueron privados del mayor don y derecho del que todos gozamos: la vida.

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