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La fuerza y el engaño son, en la guerra, las dos virtudes cardinales Thomás Hobbes

Engañar es una práctica común en el mundo de hoy. Se engaña constantemente. Hacerlo suele percibirse como dañino, en sentido negativo. Ética y moralmente es considerado poco recomendado, casi una maldad premeditada. Sin embargo, en la guerra el engaño en muchas ocasiones sirve para obtener ventaja y consecuentemente conseguir el triunfo. En palabras de Maquiavelo: “Aunque el engaño sea detestable en otras actividades, su empleo en la guerra es laudable y glorioso, y el que vence a un enemigo por medio del engaño merece tantas alabanzas como el que lo logra por la fuerza”. Los políticos mexicanos lo saben. Basta con ver la novela mediática entre Alejandro Moreno “Alito” y la gobernadora Layda.

Para la gran mayoría de la clase política mexicana simular es también algo común. “Los ciudadanos de a pie” también hemos aprendido. Hacemos como que les creemos, aunque en el fondo sabemos que nos mienten. “El que quiera estar bien en este mundo, procure no dejarse engañar nunca, pero finja que se deja engañar siempre”, refiere Jean Baptiste Alphonse Karr, el escritor francés.

Los autores contractualistas (Rousseua y Hobbes) parten de un detonador para justificar al Estado. El primero es la libertad a cambio de la seguridad y, el segundo, es para limitar los egoísmos personales y evitar que el hombre sea el lobo del hombre.

La violencia y el engaño en el ejercicio del poder público ha sido un binomio perverso constante en la historia del desarrollo político de los pueblos. Los ejemplos son interminables, el célebre Álvaro Obregón sostenía: “Mientras más matas más gobiernas”. Empero, también, nos recuerda: “El que a hierro mata a hierro muere”, lo asesinaron en la bombilla en San Ángel en la Ciudad de México. Venustiano Carranza fue hombre muerto en Tlaxcalantongo, Puebla. Francisco I. Madero en el palacio de Lecumberri. Francisco Villa en Parral, Chihuahua. Emiliano Zapata en la hacienda “Chinameca”, Morelos.

Los Estados Unidos de América no son la excepción, John Fitzgerald Kennedy, en Dallas, Texas. Abraham Lincoln fue acribillado en un teatro. El presidente William McKinley también fue asesinado, lo mismo que el presidente James Garfield, muerto por un abogado desempleado, al parecer porque no le dio trabajo.

En la tragicomedia política mexicana la simulación, muerte y engaño están presentes: Colosio y Ruiz Massieu fueron asesinados vilmente, Manuel J. Cloutier al parecer sufrió un “lamentable accidente carretero".

Las redes sociales abonan para la posverdad, es decir la mentira como ropaje de la simulación en aras de acabar con la alteridad.

Por momentos la realidad política mexicana resulta tan absurda como la brillante idea de aquel borracho que decide curarse la cruda dándose un tiro en la cabeza.

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