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Hace unos días vi su rastro de nuevo. Regresé a casa por la noche y supe que había estado por aquí. Nunca lo encuentro y realmente no hemos estado frente a frente. Pero sé cuándo ha pasado. Su caminito imperfecto deja en la rampa un rastro brillante al cual me dirijo con falso equilibro agachándome para comprobar su tembloroso y lento recorrido. Pienso: pasaste por la bugambilia, probablemente tropezaste con la reja, sorteaste los surcos profundos del cemento y saliste glorioso con dirección al piso para llegar a perderte en la tierra y la raíz, tu zona, del árbol de flor de mayo. El caracol, que no conozco, ha de ser grande porque su estela no es pequeña, la anchura lo delata.

Solamente una vez vi uno a plena luz del Sol. Descansaba sobre un pedacito de madera y bajé mi humanidad hacia él para mirarlo de cerca: me resultó asquerosamente curioso. Esos movimientos ondulados y su baba de sustancia blanca luminosa, su casa que llevaba a cuesta con un recelo de quien mejor decide cargar con lo que teme perder, y una inseguridad tímida que danzaba entre desconfianza y aires de conquista de un espacio que no fuera el suelo. Hice una foto y guardé el recuerdo, fue todo. Después de eso mis encuentros fueron el hogar sin el habitante y mis ahora constantes señales de que en casa transita uno de tamaño considerable que no conozco, pero que adopto como inquilino de jardín.

José Moreno Villa, un archivero, bibliotecario y poeta español, crea en su microrrelato “El caracol”, una perspectiva completa de la vida en instantes de la especie antes referida. En sus palabras, cargadas de una simpleza no fácil de lograr en estos días, corre una ternura evidente apreciable a cada momento. El giro es fresco, el caracol tiene voz: “¿Me verán? No hay nadie. Para escurrirse tácitamente la baba es buena, pero es delatora, aunque el viento la oree. Deja unos cristalillos traicioneros. Me van a descubrir, me van a descubrir. Será mejor ocultarse”.

¿Tendríamos que preguntarle al caracol si su lugar seguro viene de la idea de cargar con su hogar y el pronto acceso a él, o a su pequeña obscuridad que conoce bien? En el relato no todo es tan inocente y el segundo giro llega pronto: “un chico le coge, le mira y le estrella contra la pared”. ¿Se trata entonces de un miedo? Apelaré a la timidez, al miedo al mundo y a la certeza de que a veces es necesario esconderse, tener el hogar a la mano y guardarse un momento para luego salir y seguir dejando nuestro rastro.

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