Vidrio (Garasu)
Julia Yerves Díaz: Vidrio (Garasu).
Si hablamos de fragilidad deberíamos mirar el interior propio. Pasar las yemas de los dedos por todas las grietas que llevamos dentro, tocar para reconocerlas sabiendo que tienen memoria, que se mueven y vibran en el estómago o en el pecho. Pensarlas como punzadas en el corazón, temblores en las manos y dejarlas agruparse en la garganta incluso cuando amenacen con desbordarse. Lo he dicho mal. No es fragilidad, es fuerza.
Imagina que estás templado condicionalmente. Dentro de ti hay un vidrio lo suficientemente grueso para protegerte de todo pero que al mismo tiempo permite, cuando lo considera necesario, dejarte sentir, dejarte doler, dejar que todo estalle de forma aparentemente irreparable.
Los motivos son diversos, lo que a ti te rompe al otro le resulta manejable y es así como se logra un equilibrio más o menos natural. Recuerdo la vez en la que abuelita convulsionó por primera vez. Mi cuerpo temblaba de miedo a la par y mi vidrio templado pasó de ser una fortaleza a la hoja más seca que se rompe con el viento. Al mismo tiempo, el vidrio de mamá parecía multiplicarse y engrosarse manteniéndola tranquila durante varios días.
En “Vidrio (Garasu) [1925]” de Yasunari Kawabata, relato corto perteneciente al libro Historias de la palma de la mano, conocemos la reacción de una chica, Yoko, ante una situación digna de compasión humana y a la consecuente acción de lo que su interior dictó en dicho momento. El vidrio, como referencia en el relato y en el texto presente, juega un papel importante.
Desde una ventana Yoko mira a los obreros que trabajan con el vidrio. La distancia no solo es física, sino también de clase. Admira bolas de fuego aparentemente frágiles que luego pasan por agua para llegar a su forma final. De pronto un chico tose descomponiendo el cuerpo y escupiendo una cantidad considerable de sangre al mismo tiempo. Cae al suelo y la bola de vidrio encendida que cargaba cae sobre su hombro. Le tiran agua para evitar que la quemadura avance y dan por concluido el rescate. Yoko, entre lágrimas, lo asiste como considera: monedas para su recuperación.
Diez años más tarde, Yoko habría de recibir un jarrón excepcional con flores; un agradecimiento del cual no tuvo razón sino hasta años más tarde cuando aquel obrero fue reconocido por su nuevo oficio. Ella lo olvidó porque su fragilidad no pudo conservar el recuerdo, pero para el obrero significó todo. De nuevo, es una suerte de interiores, de temples, de equilibrios