El baño
Julia Yerves Díaz: El baño.
Mirarse en el espejo podría resultar en contemplación sin mesura del tiempo. Nos desconocemos en una piel que decidimos nombrar ajena porque aquellas nuevas rutas debajo de los ojos no las hemos puesto nosotros ahí. Tampoco bajamos las comisuras de la boca en pos de la tristeza como para que nuestro nuevo gesto indicara una preocupación constante. Nos desconocemos en tonos diferentes de pelo facial y pellejo colgante que alegre amenaza la visión de unos ojos que comienzan a presentar sus primeras molestias oculares. Envejecemos.
Lo mismo pasa con el resto del cuerpo. Las manifestaciones de dolor insólito se presentan en los lugares más peculiares y la suerte de los movimientos intrépidos parecieran ahora una cuestión para el manejo consciente de la buena postura. Basta una mala noche con el cuerpo ligeramente chueco para tener en una jornada entera múltiples sensaciones de cuellos limitados, caderas atropelladas, hombros y rodillas de vidrio. Lo curioso es que si nos miramos al espejo, al menos con distancia prudente, seguimos reconociéndonos jóvenes. Asintiendo con la cabeza ante un cuerpo por el cual el tiempo pasa benévolo. El párrafo anterior es otro caso.
En “El baño”, cuento largo de la autora Yoko Tawada, estamos frente la historia de una mujer japonesa que de manera magistral presenta su adaptación a un nuevo país: Alemania. La forma en la que lo hace es a través de un juego excelente que vive entre un elemento clave, el agua, y una serie de relatos incluidos en el relato mayor, dándole a la historia completa un cuerpo pesado y profundo. Una maravilla.
La historia comienza con una acción a la que he hecho alusión al principio y con la que ciertamente podemos identificarnos. La protagonista despierta una mañana y nota: “A la luz de una vela descubrí escamas que cubrían mi piel, más diminutas que las alas de pequeños escarabajos. Pude desprenderme de ellas introduciendo cuidadosamente por debajo la larga uña de mi pulgar. Olían como la caballa. Cuando conseguí eliminarlas, escama por escama, desabotoné el pijama y vi que no sólo me habían crecido escamas en la cara, sino también en el pecho y en los brazos”.
Lo que hace después, lo calificamos como reacción humana: acude al exterminio. ¿Es acaso el paso del tiempo un pretexto para la modificación propia? En la historia se apunta a mucho más. Nosotros, entre arrugas nuevas, abrámoslas con los dedos para encontrar las palabras que ahí se esconden con historias para contar.