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Los años que pasan corriendo a nuestro costado dejan una brisa perceptible que asimilada por los poros de la piel, nos hablan de los irremediables cambios por los que pasamos y ante los cuales nada o muy poco podemos hacer. El cuerpo se transforma y ocupa físicamente un molde invisible del que solamente tendremos la imagen final una vez que estemos cerca del último respiro; entonces nos veremos tal como somos, en nuestro nuevo cuerpo, en lo que nos hemos convertido.

¿Cómo se crea el molde? Pienso que a partir de las experiencias, de los aciertos o desaciertos, de las reacciones, de las palabras dichas, de nuestra propia personalidad y de todas aquellas cosas que, durante momentos de prueba, fueron moldeando golpe a golpe con acero caliente la parte más inocente de uno. Tarea difícil, tarea frágil.

Algunos casos, por supuesto, nacen como excepciones. En “Pueblerina”, cuento corto de Juan José Arreola, conocemos la historia de Don Fulgencio, quien muestra una evolución que hace guiños a mis palabras anteriores, pero con la particularidad de haber roto el tiempo de revelación final. Es decir, la transformación humana de Don Fulgencio resultó en apreciación colectiva, divulgación forzosa, intrusión social.

Para el contexto del relato, adelanto que una mañana don Fulgencio se levanta con la novedad de tener cuernos. ¿Su asombro? ¡Inexistente! Los hombres metódicos como él respetan demasiado el curso de su rutina y el cumplimiento de su oficio como para detenerse a intentar racionalizar el hecho de que había mutado. Su esposa tampoco reacciona; como si un respeto que solamente se consigue después de años juntos reinara ante la ruptura física de su marido.

El tiempo pasa y la gente se fascina ante la idea de un abogado con cuernos. Acuden divertidos a su despacho de abogado donde ejercería con los cuernos dándole un aire más invencible. El tiempo pasa y su molde sigue transformándose; le crece el pecho, aumenta de peso considerablemente, lucha contra incontenibles deseos de “cuernear” cosas, personas y a la vida misma. La gente reacciona también, haciéndole faenas callejeras diarias que lo llevaban a un enojo difícil de controlar.

Era un toro. Hecho y derecho. Con su agresividad aprendida y también, tristemente, con los deseos ajenos que los amantes de la tauromaquia sentían sobre él. ¿Su fin, su imagen final? La de tantos animales que, entre más provocación que instinto, dan su último respiro con una banderilla en su espina dorsal.

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