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Por suerte hablar de mi infancia no duele. Porque tuve sonrisas para mí, una habitación adornada por una hamaca rosada que se codeaba con las hamacas azules y verdes de mis hermanos, riñas a puño cerrado con ira pasajera, carcajadas explosivas con aires de burla a los otros, veranos en la playa, cascadas en chorros de agua en las calles del fraccionamiento, los ojos de mis abuelas y abuelos, y la mirada constante de mi madre y padre.

Fui consciente de eso a mis siete años aproximadamente. Junto con el evento revelador que resultó escribir mis apellidos y tener la impresión por primera vez en la vida, de incluir a cada uno de los míos en una letra bailadora que los unía entre trazos oficiales. Era una niña y sabía exactamente quién era, independientemente de ser feliz.

La suerte para otros no fue la misma. Recuerdo el día que, en la escuela, Mariana C lloró al compartir que le faltaba su abuela y tendría que irse a vivir con sus tíos. Entonces la miré incompleta como una niña rota cuyos ojos ahora brillaban entre amenazas constantes de llanto e ingenuidad infantil. O cuando Emanuel se rompió la pierna y vi al profesor de educación física y al señor de la tiendita subirlo al salón como una estatua viviente y rígida, olorosa a yeso y vergüenza. ¿Qué habría yo pensado entonces? No lo recuerdo, naturalmente. Pero probablemente cargué con un poco de eso en mi alma aunque nadie me lo haya pedido porque hay procederes que se asoman muy pronto en la vida.

En “Infancia”, de José Asunción Silva, estamos frente a un poema en prosa que mira la niñez con el mejor lente posible: el de la melancolía. Cada verso enaltece un pasado que se despliega perfecto con olores a felicidad, tonalidades de un agosto siempre luminoso, sabores de frutas y deseos cumplidos, sueños nocturnos profundos y la delicadeza de una etapa que se recuerda ahora con una nostalgia apacible.

De sus letras dispuestas con magistralidad y evocadas desde la añoranza de un tiempo precioso que se combina con una alegría fina identificable, comparto aquí y en el alma: “Infancia, valle ameno, de calma y de frescura bendecida donde es suave el rayo del Sol que abrasa el resto de la vida. ¡Cómo es de santa tu inocencia pura, cómo tus breves dichas transitorias, cómo es de dulce en horas de amargura dirigir al pasado la mirada y evocar tus memorias!”. Si existe en la mente madura y el recuerdo lejano un lugar seguro donde todo aún es posible, debe ser exactamente ahí, en la infancia

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