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A veces la vida tiene maneras curiosas para hacernos vivir en espacios donde otros han estado antes. Y es inevitable, por supuesto. En el transcurrir de nuestra existencia habitamos los espacios de otras personas llenando las habitaciones de voces nuevas, emociones nacientes, e historias construidas en el presente que nos ocupa. Nos apoderamos de un espacio y lo hacemos hogar, como si de un instinto se tratara.

Personalmente, habito ahora la casa de mi abuela. Y si bien Manuelita no está y las paredes tienen un nuevo color y los techos han sido reforzados tras años de haber cuidado de ella y los suyos, juraría que a veces toma el desayuno conmigo y al dormir una tercera voz nos dice buenas noches. Tengo la impresión, también, de que mi habitación, su habitación, carece de un adorno principal: su hamaca en medio con vista a la calle. Todo la nombra inundando los espacios, y nosotros, afortunados de sentirla cerca, comenzamos nuestra vida en la casa que suena, que huele y que acoge como si nunca hubiera cerrado sus puertas.

Para Charles Baudelaire, en su poema en prosa “La estancia doble”, la descripción de un hogar cambia de tono rápidamente cuando en primera instancia se nos describe un espacio perfecto e inmediatamente después, se da paso al recuento de una serie de escenarios donde nadie, absolutamente nadie, quisiera vivir.

Lo que sabemos en primer lugar, es que la casa en cuestión tiene una iluminación perfecta y todo lo que la adorna y viste ha sido exquisitamente elegido. Hay un tenue color rosa que acompaña el azul en las paredes, cortinas que protegen, pero dejan paso a la iluminación, decoraciones acogedoras y también un leve dejo de humedad que lejos de ser un guiño al olvido demuestra más bien la presencia de calidez humana. Pareciera sin duda, la descripción de lo que todo ser humano quiere proyectar en su hogar.

Pero como todo, hay una contraparte. Dentro de la narración, el súbito recuento de escenas tormentosas termina por opacar la armonía previa y tornan el espacio en el lugar menos deseado para habitar. Un espectro, gritos de ira que rebotan en las paredes, la impresión de que toda la belleza luminosa es ahora un ambiente de grises y negros con muebles cargados de moho y un olor a tristeza; a recuerdos dolorosos, a urgencia por irse. Al final, el texto en su totalidad pareciera una descripción de la vida misma; una suerte de abrir y cerrar puertas esperando luz para quedarse, y no obscuridad para huir.

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