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Cuando el tiempo pasa tenemos la sensación de haber perdido muchas cosas que, dependiendo de su naturaleza, son difíciles de ubicar; ya sea físicamente o en el recuerdo. Es como si nuestro enfoque se volviera quisquilloso y de acuerdo a su humor tropezamos a días entre objetos, ropas perdidas, comida olvidada en el refrigerador o el rostro exacto de quienes partieron primero.

Primero se olvida la voz. Ya no resuena entre las paredes, no dirige palabras cotidianas ni ríe. No silba, ni canta. Pareciera quedarse suspendida en alguna parte, a medio camino entre lo terrenal y lo eterno. ¡Mejor no pensarlo! ¿Imaginas detenerte mentalmente para llegar al instante mismo donde una voz dijo su última palabra, donde se moldearon las últimas formas en los labios y se pronunció algo que se perdería en un último aliento? Tortura mental.

Por suerte, muchas cosas se quedan. Como si de un azar se tratara, porque creo en totalidad que esas cosas no se deciden, nos quedamos con algo, o mucho, que vive muy cerca de nuestro cotidiano. Independientemente de lo heredado; que eso ya es otra forma de vivir eternamente.

Abuelo Mario tenía una bembita ejemplar. Ésta se aparecía de acuerdo a lo que hiciera o dijera. En condiciones naturales, era visible pero no tan notable. Pero cuando insultaba, su labio inferior hacía una curva casi perfecta con dirección al suelo y en conjunto con el movimiento de su boca, daba tal magistralidad al insulto que al final de sus palabras querías aplaudir. El héroe de sus nietos.

Abuelo Alfonso tenía las manos curtidas de fuerza. Recuerdo que me dijo que para fortalecer las manos en el tenis, mi nuevo deporte esporádico de los días antes de que muriera, debía presionar los dedos unos con otros, haciendo que mis manos y muñecas se acostumbraran al impacto de la pelota. En mi mente habita la imagen de sus manos enormes de hombre proveedor, enseñando el ejemplo.

De Wel me quedan más cosas aún, porque no ha pasado tanto tiempo. Su piel de papelito mojado era mi sensación favorita; la busco. Sus ojos de pájaro melancólico mirando nada me persiguen muchas veces; así como sus ojos de pajarito demandante de galletas contraindicadas me siguen poniendo nerviosa. Su carcajada, azarosa y dulce; una melodía total.

Leíto reía con todo el cuerpo, con su alma. Con sus pies rápidos, sus hoyuelos profundos y sus ojos brillantes. La recuerdo así; una sonrisa viviente. Que se queden, los tuyos y los míos, que vivan eternamente.

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