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Llevamos en la memoria todas aquellas historias de amor que han marcado nuestra vida. Las propias, las ajenas, las que nos rodean y las que vivimos al presente. Algunas se han desvanecido por conveniencia propia, por el bien de la sanidad mental y como terapia para un corazón roto. Otras en cambio, han encontrado un hogar en la piel y se despiertan con el roce del aire. Queremos mantenerlas, reproducirlas por siempre, jamás olvidarlas.

En el aire cargado de amor que aún se respira, y a partir de un entorno adornado por rojo y flores, por fotos y declaraciones, llega para nosotros una historia de amor que se anuncia como novedad, como destino inconcluso y coincidencia amable. Y digo coincidencia porque yo no la busqué, sino que llegó a mí en esos encuentros fortuitos que el universo de las letras ofrece de vez en cuando si hemos sido buenos, si lo hemos merecido.

“Ludmila y Saburo”, del autor portugués João Tordo, es la historia de dos personas, culturalmente opuestas, que están destinadas a encontrarse. Las circunstancias para la unión, por supuesto, caen en la suerte romántica y la expectativa de un final feliz. No sabemos si lo tenemos, así como no sabemos si no lo tenemos. ¿Toca imaginarlo? Quizás, pero no con mucho esfuerzo.

Ludmila es una mujer que se encarga de hacer la limpieza en diferentes lugares: escuelas, casas, y ahora, el hogar del embajador japonés en Lisboa. Su nombre, proveniente de un país que desconocemos, acompaña frases incompletas en un portugués limitado pero funcional. El nombre del embajador, por otra parte, es Saburo Tsukuda.

Adelanto que el intercambio entre ambos es impersonal pero correspondido. Las intenciones fueron claras desde un principio y se estableció una comunicación sin palabras. ¿Cómo? Con acciones y reacciones. Siendo las reacciones regalos de parte del embajador Tsukuda a Ludmila.

En el primer día Ludmila se cortó el dedo con una katana y al día siguiente Saburo le dejó flores y un curita, en la ocasión siguiente ella dejó un pendiente y recibió un abanico japonés, luego dejó un mechón de cabello y recibió un hermoso kimono. Un día, Ludmila notó, por el abrigo perfumado en la entrada, que el embajador estaba en casa. A ella la esperaba un cuenco con agua, polvo de arroz y un pincel de bambú. En su privacidad, se vistió, se maquilló y entre una blancura más acentuada que la suya, se encontró hermosa. La historia termina, el encuentro es probable, pero no seguro. Nos toca idearlo.

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