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Hay personas que huelen a café matutino, a volutas de humo que se enredan en el aire tenue que recorre los primeros momentos lentos de la mañana, o de la tarde, cuando la boca se torna dulce y envía señales claras que van en el sentido de la necesidad de acompañamiento.

El aroma del café recién hecho puede abrazar por dentro. Un trago es suficiente para descubrir el temblor interno de alegría que se manifiesta en una piel agallinada. Es rico, sin lugar a duda; independientemente de sus bondades bien conocidas por mantenernos activos, a tiempos vigilantes, en compañía o en grata soledad. Y es que realmente es un líquido completo porque también tiene la capacidad de asociarse con la gente, de tener el gesto amable de saber diferente dependiendo de la mano que lo prepara, de la cuchara con que se toma, o del buen ojo que sin necesidad de medidas, reina en el arte de dominar con la vista. Aunque es cierto también que en ocasiones, se trata de un presentimiento.

En “Café en suspenso”, cuento corto del autor José Saramago, estamos frente a un relato que trae guiños de dato histórico, anécdota, escenario posible y una posterior sonrisa interna. Por su brevedad, y por su valor, lo comparto: “En Nápoles existe la costumbre de mandar traer un café y pagar más de lo que se consumió. Por ejemplo, cuatro personas entran, se sientan, piden cuatro cafés y dicen: Y tres más en suspenso. Pasado un rato, aparece un pobre a la puerta y pregunta: ¿Hay algún café en suspenso?. El empleado mira el registro de los adelantados, verificando el saldo y dice: Sí. El pobre entra, bebe café y se va, supongo que agradeciendo la caridad.” ¿Acaso no es extraordinariamente bello?

Este relato sabe a café y deja el gusto paladeándose en la boca y en los ojos; también se queda en el alma que ha venido a ser tocada con calor humano. En su brevedad, encuentra la belleza y el arte de poder pensar en el otro, de extender el placer hacia quien necesita instantes de líquido reconfortante, o calidez; es hermoso en su total composición.

Como también es bella aquella persona en la que se piensa con el café. Mi papá es, en nuestra familia, el embajador cafetero. No prepara tazas, sino rondas continuas de un café que sólo a él le queda perfecto porque mide las proporciones al sentimiento, es su arte; lo siente. Conocedor de aromas y amarguras, de potencia y suavidades, tiene siempre cafés en suspenso, para quien sea que llegue, para quien sea que lo necesite.

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