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Caras vemos, fascinaciones hogareñas no sabemos. Es así. Y es que personalmente, ser invitada a cualquier casa me genera una emoción difícilmente descriptible. No por el chisme de adentrarme en un hogar diferente, sino por la curiosidad real e inocente al ver qué es lo que hay dentro, cuáles son los rincones más lindos y cómo se habitan, cuáles son las tendencias, los colores, los olores y el sonido de la casa huésped. Poco puedo hacer al respecto para contenerme, es una pasión real.

En la casa de mis padres existen dos grandes elementos coleccionables: las tazas de café y las películas. Ambos objetos cuentan con lugares designados que se respetan con seriedad porque son importantes, porque definen a quienes los habitan: un matrimonio que huele a café y que vive entre historias, las más dulces, las inolvidables. En mi casa, en cambio, se acumulan rompecabezas que cuentan historias, que fueron alivio para momentos difíciles y que también funcionan como cápsula de escape con asientos para dos. Un hogar es eso, lo que coleccionas, lo que acumulas.

En “La luna y las pilas”, cuento largo de Hiromi Kawakami, conocemos la historia de un reencuentro entre un maestro y su ex alumna. Quien narra es ella y lo hace a una voz que danza entre la parsimonia y pequeños instantes de atrevimiento. Aclaro desde ahora, que este reencuentro, si bien fue dado en circunstancias peculiares, no lleva signos de incomodidad; es un espacio seguro.

Quien narra se encuentra en un bar con alguien que había sido su maestro en la facultad. El reencuentro fue casualidad y por parte de ella todo se quedó en un instante de tener la impresión de conocer esa cara; pero él, unos 30 años mayor, supo ponerle nombre al momento: “Eres Tsukiko Omachi, ¿verdad?”. Estaba en lo correcto.

Habían pedido lo mismo para comer y beber sin que ninguno lo expresara antes. Terminada la comida y el sake, el maestro la invitó a su casa para continuar la charla y seguir bebiendo. Ella aceptó conscientemente pensando en una cosa específica: cómo sería la casa del profesor. La imaginaba limpia, impecablemente ordenada. Fue lo contrario.

El maestro acumulaba cosas, muchas cosas, teteras, periódicos, pilas viejas, termos. Después de un largo rato, con menos sake y la luna iluminándolos, el maestro dejó salir todas aquellas explicaciones guardadas esperando por un oído paciente. Sí, acumulaba. Y lo hacía para llenar vacíos: una esposa muerta, una juventud pasada, una casa desierta.

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