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Los escritores no sólo escribimos, también oramos. No todos, por supuesto, pero vaya que un número importante de nosotros lo hace. Y es que independientemente de las religiones, todo aquel que se encuentra hablando en su interior, en su exterior, en espacios sagrados, en la intimidad de su habitación, con voz fuerte, con vergüenza o con orgullo, tiende a orar. Sucede al encontrarse en silencio y dejar que las palabras habiten el vacío entre súplicas, agradecimientos y esperanzas; oramos.

Para estos tiempos que nos transcurren y en una Pascua que se avecina me encuentro repasando los eventos, los hago míos, releo la historia, revivo el pasado. Oro en silencio. Hay algo mágico en la preparación de la Semana Santa. El viento se torna distinto, el calor aprieta, las palmas se agitan, las intenciones se expresan y más importante, regresamos a la historia más dolorosa; ¿habría que entenderla?

En “Cristo del calvario”, de la poeta chilena Gabriela Mistral, estamos frente a un poema que representa el momento más humanamente duro en la historia de la religión. Advierto con amabilidad que la disposición de la autora es magnífica y que sus palabras han sido cuidadosamente escogidas para que quien crea o no, pueda situarse y sentir exactamente lo que escribe. Es magistral.

Imagina que estás frente a la cruz y que todo lo que te abruma, la preocupación que te muerde, lo que te duele y lo que deseas se vuelve chiquitito e ínfimo frente al hombre que ha dado su vida, crucificado. Este es el escenario donde independientemente del hecho de creer, o no, hemos sido colocados de frente para mirar, ser movidos, sacudidos, estremecidos; el resto, es poesía que comparto aquí. Basta leer con atención para sentirlo todo, para entenderlo todo.

“En esta tarde, Cristo del calvario, vine a rogarte por mi carne enferma; pero, al verte, mis ojos van y vienen de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza. ¿Cómo quejarme de mis pies cansados, cuando veo los tuyos destrozados? ¿Cómo mostrarte mis manos vacías, cuando las tuyas están llenas de heridas? ¿Cómo explicarte a ti mi soledad, cuando en la cruz alzado y solo estás? ¿Cómo explicarte que no tengo amor, cuando tienes rasgado el corazón? Ahora ya no me acuerdo de nada, huyeron de mí todas mis dolencias. El ímpetu del ruego que traía se me ahoga en la boca pedigüeña. Y sólo pido no pedirte nada, estar aquí, junto a tu imagen muerta, ir aprendiendo que el dolor es sólo la llave santa de tu santa puerta”. 

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