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La claridad mental y el aprendizaje no llegan cuando son necesarios. No llegan en el instante mismo cuando todo es confuso y el cuerpo se vuelve un espacio habitable para las preocupaciones, los miedos, las inseguridades. No basta tampoco con enviar un comando fuerte y claro al cerebro para pedirle que se calme, que apague los pensamientos, que deje de pensar, que deje de temer. No funciona así.

Personalmente soy “preocupona” profesional. Aprendí, ¿o heredé?, el oficio a una edad temprana y desde entonces me he vuelto letrada en el arte de la ansiedad. Pienso mucho, pienso hacia el pasado, hacia el futuro, lejos en el universo, profundo en el mar, en los míos, arriba de los árboles, en el Todo que vive eternamente y que nos espera. Pienso sin cesar.

No siempre es malo, hay que admitirlo. A veces quien se preocupa por adelantado también “sufre” por adelantado y cuando el evento ocurre, ya conocemos el sentimiento. Podemos congratularnos por el talento de haber sufrido antes y anticipar lo que sabíamos que iba a pasar; nos dolemos menos. Y por supuesto, cuando lo que tememos no pasa, ¡qué ganancia!, ¡qué buena suerte! Es cansado, es agotador; pero también absolutamente humano. No es grave.

Mary Oliver, en su poema “Me preocupaba”, aborda con belleza hasta dónde puede llegar el miedo, la ansiedad mental, el “futureo” peligroso. Lo hace con cariño y con amor, y también con la honestidad de quien necesita decirlo todo y liberarse para que no le brinque el ojo, para que no le pique la piel ni le tiemblen las piernas, para evitar los huracanes estomacales que se denominan nervios y también para que la cabeza no le duela.

Su ejercicio hermosamente dispuesto, y que nos abraza con dulce calma al final de este texto, concluye con una resolución que llega después del trabajo personal y que sólo algunos valientes se atreven a practicar: abrir la mano, soltar y transitar.

“Me preocupaba mucho. ¿Crecerá el jardín? ¿Los ríos fluyen en la dirección correcta? ¿La Tierra gira tal y como se nos enseñó? Y si no es así, ¿cómo lo corregiré?, ¿habré hecho bien?, ¿me equivoqué?, ¿me perdonarán?, ¿lo podré hacer mejor?, ¿algún día podré cantar? Incluso los gorriones pueden y yo, bueno, parece que no tengo remedio. ¿Me está fallando la vista o me lo estoy inventando?, ¿me volveré reumática?, ¿tendré tétanos?, ¿demencia? Pero un día me di cuenta de que toda esa preocupación no llevó a nada. Y me rendí. Y tomé este viejo cuerpo mío y salí a la mañana y canté”. 

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