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El absurdo, como en ocasiones la vida misma, vive extremadamente cerca de nosotros. En ocasiones, su presencia es tan tímida, o acaso discreta, que somos los únicos en reconocerlos dentro de un mar de acciones que pasan en un día al mismo tiempo. Nos sentimos solos, aislados, carentes de testigos. ¿Quién no quisiera compartir que después de un lavado de ropa cayó la lluvia, a pleno sol radiante? ¿Con quién se queja uno de la improbabilidad de las circunstancias que irremediablemente vienen a caernos?

Algunos dirán que se trata de probabilidades, una cosa matemática fácil de comprender y hasta cierto punto esperada. Pero para otros, es la desgracia, la mala suerte, la convicción de que algo, absurdamente, va a salir mal y será precisamente en nuestra dirección.

En “Baltasar Gérard”, cuento de Juan José Arreola, nos transportamos a Francia para conocer la historia de tanto lo improbable como lo natural de una situación específica.

Baltasar Gérard es un carpintero que busca obtener la recompensa de veinticinco mil escudos propuestos por Felipe II si se logra matar al príncipe de Orange. Competencia no va a faltar, por supuesto, pero la suerte, ¿o desgracia? Tampoco.

Baltasar, el absurdo andante, se ha dispuesto matar al príncipe para recibir la recompensa. Para su cometido, cuenta con absolutamente nada. No tiene armas, no tiene plan y probablemente tampoco haya matado antes. Pretende entonces “Ir a pie, solo, sin recursos, sin pistola, sin cuchillo, creando el género de los asesinos que piden a su víctima el dinero que hace falta para comprar el arma del crimen”.

Como el destino y el absurdo tienden a entenderse bien, todos los interesados por la recompensa, mucho más competentes que Baltasar, han fallado terriblemente en su cometido. Queda entonces espacio para él. Su plan, chueco y débil, funciona. Está cerca del príncipe y por azares de la vida, el príncipe, al verlo tan desvalido y con unos zapatos deplorables, le regala algunas monedas para ayudarse.

Baltasar, agradecido, usa el dinero para comprar dos pistolas que le servirían para matar al príncipe y obtener la recompensa. Difícil no fue. Lo triste, tras la muerte del príncipe, es naturalmente y como consecuencia absoluta, la muerte misma de Baltasar a manos de la justicia del reino. ¿Sus 25 mil escudos? No los miró, mucho menos los tocó. Su muerte, para algunos innecesaria y no planeada, suplirá por un tiempo su ausencia eterna en la familia. Un absurdo por otro.

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