Hogar de libros
Lourdes Cabrera: Hogar de libros.
En las distintas casas donde he habitado construyo un hogar de libros, emplazado en un territorio como este, a varios metros sobre el nivel del mis expectativas. Nunca termino de explorar sus límites. Ahora, por ejemplo, en este recinto, de cierta manera abrasados por su fuego, de cierta manera curiosos, trastocados por lenguajes, de manera cierta e inesperada.
Conforme recuerdo latitudes y longitudes, el sentimiento de pertenencia a este simbólico acervo ha cobrado mayor importancia. El área es un complejo cultural transitado por discursos audiovisuales, espacio-temporales, epistémicos. Avenidas en las que he podido imaginar hogares tan vivos como los de los clásicos durante el día de su efeméride; publicaciones mensuales, alegres de Sol en virtud de sus 12 vitrales, y casas como la mía: un signo de fuego.
No intento valerme únicamente de metáforas vivas. Nací y he vivido siempre en esta tierra; sin embargo, por otros desarraigos, afirmo, como tantos, que la literatura es mi patria; Borges mismo construyó universos con la materia prima de ciertas obras. Ana María Matute dice que la infancia es el periodo más largo de la vida; el mejor recuerdo de esa etapa en la que siempre estoy, es la lectura. Confieso que ante estos anaqueles abiertos a la exploración, me vuelvo a sentir igualmente dichosa. Pero no es una emoción o un sentimiento: leer estos libros es una condición para ensayar la vida. Dicho de otra manera, por haber nacido mujer, es imposible no abonar al sentido de la multicitada habitación propia. Sin soslayar, por supuesto, las condiciones que posibilitan construir este simbólico espacio, pues aunque estuvieran dadas, no son suficientes para concebirlo como prioridad.
Por esto, lo que invita a reunir ejemplares, lo que impele a ordenarlos por temas nunca es una promesa de lectura, tampoco una sed inaplazable. Esta curiosidad intelectual se antepone al ritmo incesante de la rutina y crece mientras reconoce títulos, índices, bibliografías, párrafos, y se desborda en pequeñas notas, suficientes para encenderla flama.
Me detengo en uno de los anaqueles favoritos: Enciclopedias y Diccionarios, por si después de algunos meses se ha sumado alguien a la familia de los proyectos abarcadores. Estos libros enloquecen de pasión tratando de acomodar el mundo en una sintaxis que me fascina romper y volver a articular. Luego, transito muchas veces por la vieja glorieta B, que me conduce a las recámaras de las amigas Filosofía, Psicología y Religión. Son tres mesas de trabajo discretamente obsesivas; desean muchas veces romper la pared que las separa de un par de huéspedes ubicados en la famosa calle P, y cuyo ventanal da al jardín. Las tres suman esfuerzos para responder seriamente mis porqués. Cosmología hace lo propio, pero ¿la escuchan bien? Las tres desean acercarse a Literatura y Lenguaje porque pueden explicar todo problema con retórica, mito y relato fantástico, y además, tienen muchos seguidores.
Con diez minutos más de ronda podría encontrarme con una nueva adquisición, aunque confieso que la mesa de trabajo PQ es la más exquisita. Siempre tiene un café al amanecer, una libreta para urdir otra clase de centellas y ensoñaciones. Antes de entrar, en el cruce de las avenidas Ciencia, Lenguaje y Literatura, he olvidado hambre, sueño, vista cansada; ruido, distractores. Tanto le debo a estos libros… mas la sola gratitud no alcanzaría a forjar consumados poemas.