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Comentaré una anécdota exquisita que leí en el libro “Los Píxeles de Cézanne” de Wim Wenders (Editorial Caja Negra). El autor —experimentado autor de películas ahora consideradas de culto— es invitado a participar en una cinta dividida en tres partes de uno de sus directores favoritos: Michelangelo Antonioni. Al convocarlo le dicen que se le ha invitado porque los productores ejecutivos no pueden ceder el proyecto a Antonioni sin el aval de un co/director como él. La razón es que el director italiano no puede comunicarse verbalmente por un infarto cerebral que ha sufrido. El primer intento termina truncado por deficiencias de casting. Después de un tiempo lo vuelven a llamar para dirigir el ambicioso proyecto. En algún momento de este proceso Wim Wenders pone un paréntesis y filma la ahora clásica película “Historia de Lisboa”. Posteriormente regresa al proceso con Antonioni.

En los preparativos se da cuenta que la forma de comunicarse con su respetado mentor es un entramado complejo. El director italiano tiene en su esposa la mejor persona que es capaz de interpretar sus gestos no verbales. También dibuja situaciones para poder explicar lo que quiere decir y explicar. Es así como los dispositivos de comunicación —yo diría metafísica— funcionan para sacar adelante un proyecto plagado de actores y actrices de primer nivel, locaciones en distintas ciudades de Europa, una sofisticada producción, etcétera. Después de una considerable cantidad de tiempo terminaron “Más allá de las nubes”. Wim Wenders se entera años después de la muerte de Antonioni en un pueblo remoto de Italia y recuerda este proceso en el libro citado anteriormente.

¿Por qué yo ahora habría de narrar este hecho?, pues porque es un buen ejemplo de cómo los proyectos de arte se llevan a cabo. Llenos de una lógica no lineal. Sin puntos específicos y donde hay cosas importantes que pasan arriba, al centro e incluso durante un proceso de creación. Si uno le compartiera esto a una persona de espíritu pragmático y con un limitado espectro de sensibilidad artística probablemente le dirá: “¡cuánta pérdida de tiempo!”. Esto último y la historia de Wim Wenders me hacen recordar que hace un par de años impartí un curso de arte en una escuela internacional experimental en Taipéi Taiwán. Como parte extracurricular me pidieron asistir a una reunión en donde nos mostraban proyectos finales de estudiantes en otra escuela experimental en California. Los proyectos que más recuerdo son dos.

El primero, un cohete que buscaba hacer una misión extraterrestre; el segundo, una escalera que no llevaba a ninguna parte. Me preguntaron cuál era mi favorito y les contesté que el de la escalera. Cuando me cuestionaron el porqué, les dije que me parecía un trabajo no lineal, lleno de oportunidades para pensar. Sitio que puede ser utilizado físicamente para reflexionar en un plano creativo para respuestas diferentes. También tiene muchas cualidades conceptuales. Sospecho que a la mayoría de los otros maestros —muchos de ellos estadounidenses blancos, con una carrera de ingeniería y aspiraciones “Zuckerbergianas”— no les gustó mi respuesta. A mí me sirvió para contrastar con la favorita que era el “Cohete Ellon Muskiano”. Años después, al leer la memoria de Wenders, confirmó que esa estrategia de pensamiento no lineal es una constante para los artistas. Es así como el arte ofrece la oportunidad de hacer lo no lineal y salir triunfante. Bajo una lógica que dista mucho de lo eficiente.

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