Los ecos de Ancona y los retos de la sociedad

Raúl Lara Quevedo: Los ecos de Ancona y los retos de la sociedad.

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La obra de Eligio Ancona, La Mestiza, escrita en 1861, es un viaje en el tiempo que permite mirar las costumbres y valores de la sociedad yucateca que nos antecedió. Al leer sus páginas, pese a tener más de 150 años de distancia, se mantienen ecos reconocibles y que poco han cambiado en la actualidad, entre ellos: la discriminación, el machismo, la subalternización de los pueblos originarios y la masculinización de los espacios abiertos.

Lo criollo, lo mestizo, lo lacerado por la jerarquía es excluido del cuerpo social, argumentaría Michel Foucault. Lo español en ese contexto, condiciona la convivencia de lo mestizo al servicio de quien domina el poder. Ejemplo de ello es que dentro de la obra, uno de los personajes principales, Marta, relata el cuento de Juana, que trata de una joven de no más de 18 años, trabajadora, atenta y cariñosa con su padre. Este, su progenitor, sufre y llora por temor a que algún blanco la engañe y se aproveche de la nobleza de su hija.

Ella promete no caer ante las palabras de ningún español, pero la curiosidad y la mala amistad de Cecilia, mujer de oficio panadera, dirigen a la joven a un amorío mal visto con Don Jaime, del cual viene un embarazo que sepulta los amores de Juana. Muere el padre, Jaime la abandona, Cecilia le roba y su vecino la estafa sacándola de su casa. Juana, ante la pobreza y la mentira, cual héroe trágico de las obras griegas, acepta la caída y al destino, pero éste no daría tregua. Lo masculino ve a Juana como objeto, uno accesible por su condición de mestiza. Muestra de ello, el médico del pueblo que se rehusó a curar a su hijo, Joaquinito, hasta que accediera a tener relaciones con él.

Juana cede y queda de nueva cuenta embarazada. Después de ello, entiende que su realidad depende del rol asignado, asimila el trato social y decide ejercer la prostitución como única manera de llevar alimento a sus dos hijos. Los vecinos ven mal el oficio, le quitan a sus niños, cae enferma y según el texto se intuye que es una afección venérea. Emergen de las extremidades y el dorso de Juana pústulas pestilentes, la vuelven a echar a la calle, corre como puede a donde están sus hijos, entra, se acuesta en la cama de la casa que ya es ajena, los infantes entran, la reconocen y rechazan por temor a su aspecto y aroma.

Juana muere, se convierte en la pena y el castigo de quien siga sus pasos. Este cuento tiene una función pedagógica a manera del Lazarillo de Tormes o Don Catrín de la Fachenda de Lizardi. Ancona retrata cómo la estigmatización y la violencia sistémica amputó a Juana de su comunidad, evidencia cómo el control de la sexualidad y la maternidad funcionan para educar a las mujeres jóvenes del siglo XIX, luchas pasadas que parecen presentes ante la tinta atemporal de Ancona, que nos muestran los caminos que hay que reescribir.

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