¡A leer sin libros
Raúl Lara Quevedo: ¡A leer sin libros.
¿Qué fue primero, el libro o la lectura?, desde antes de la conquista, o antes del pensamiento grecolatino, el ser humano decodifica para sobrevivir, desde la calidad de los alimentos, los temperamentos del clima, o los ruidos de las fieras del mundo. Sin duda, leímos antes de la existencia del libro. Las culturas precolombinas comprendían la naturaleza de las plantas para la sanación del cuerpo y el alma, entendían las estrellas, las vincularon con el tiempo y el pensamiento matemático; leer sin libros, leer el mundo.
El libro toma existencia como instrumento de adoctrinamiento, control, conocimiento y obediencia. Como tal, éste va ligado a la escritura, y ambos: libro y escritura, estaban destinados a las clases sociales privilegiadas o, a lo religioso. Por ejemplo, lo inaccesible del libro y de los temas enunciados en las “buenas fiestas” del medioevo, excluyeron por completo los intereses del resto de la población. Por ello, el ser humano adapta y crea un modelo de comunicación que permite a los “otros” enterarse y divulgar el mensaje. La oralidad y el discurso tropicalizado crean un puente entre la palabra y el lector (receptor).
El éxito de la lectura a través de la tradición oral fue gracias a su inmediatez y contextualización de los datos, mismos que contenían referentes conocidos; este modelo discursivo de propagación fue la manera cotidiana de leer y enterarse del mundo, más limitado en esos siglos. Los detonadores de esos mensajes sonoros, armados y focalizados para las clases populares eran los juglares, quienes fueron figuras históricas de la Edad Media en Europa. El término “juglar” deriva del francés antiguo “joglar”, que a su vez deriva del latín “jocus”, que significa “divertirse” o “bromear”. Posiblemente ese haya sido el factor detonante de su potente impacto mediático en ese proceso histórico. Estos comunicaban estratégicamente las noticias, historias, así como acontecimientos sociales y religiosos de un lugar a otro desde lo lúdico y ficcional, a cambio recibían monedas para su subsistencia. Sin medirlo o planearlo estaban cimentando las bases de narraciones universales cuyos modelos se repetirán a lo largo de la historia: relatos y fábulas populares, incluso estructuras discursivas como la de “Caperucita Roja” o los “Siete cabritos” iniciaron su proceso de consolidación.
La población del medioevo leía las palabras, las tramas, los gestos, a través de sonidos articulados y tonos de voz. El lector decodifica y relaciona acontecimientos, se sentía parte del ritual, no como en las eucaristías o lecturas en voz alta ofertadas en las plazas públicas que los excluirán de las tramas; aquí se les hablaba en su lenguaje coloquial y de manera directa. Aquí el epítome de la lectura: el vínculo inmediato con la experiencia del receptor, lo que siglo después se nombraría como competencia literaria.
Hemos observado que el florecimiento del acto de leer va de la mano con la libertad de pensamiento, el acceso a la información, así como la independencia de las ideas; hoy, sin duda, la lectura, más que el libro, es un contradiscurso del poder.