Pintar el dolor, colorear el tiempo: Frida Kahlo

Raúl Lara Quevedo: Pintar el dolor, colorear el tiempo: Frida Kahlo.

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Magdalena Carmen Frida Kahlo y Calderón, nace en Coyoacán, el 6 de julio de 1907. Vaticinio del destino, pues en el lugar donde aúllan incansables los coyotes, el eco de su trazo es más fuerte que el olvido. Hija de Matilde Calderón y Guillermo Kahlo, un fotógrafo de origen alemán, que tomaba fotos a todo monumento fundacional del país por encargo del General Porfirio Díaz. De esta manera, la pequeña Frida comenzó a amalgamarse con las raíces de una tierra que nunca la soltó y siempre la conquistó. Su infancia fue difícil, a los 6 años padeció problemas óseos, causándole una convalecencia de 9 meses, así como una pierna derecha más débil y delgada. Eso no detuvo el hambre de vida de la infanta. A los 15 años, en 1922 decidió estudiar medicina en la capital, ese mismo año, con el derrocamiento de Díaz, se impulsó la pintura como instrumento educativo para la población analfabeta. En su colegio, fue contratado un joven y emergente Diego Rivera, quien encuentra en Frida una chispa inagotable de voluntad. Años después, con la emoción del arte, la joven se vincula con el grabador Fernando Fernández, con él conoce un universo de líneas que buscan su acomodo a voluntad de la mano creadora del artista.

La noche del 17 septiembre de 1925, el destino vuelve a golpear el cuerpo despabilado de Frida. Sufre un fuerte accidente entre las calles Pino Suárez y Cuauhtémoc. Un tubo le atravesó el alma, pero dejó intacta la voluntad: “Mentiras que uno se da cuenta, mentiras que se lloran, en mí no hubo lágrimas”, en ella no hubo nostalgia, hubo color para evadir el dolor, hubo amor a sí misma, se aferró a sus ganas de no abandonarse. La pintura en caballete en formato de 70 x 90 cm, se convirtió en la ventana que se abrió para huir de la cama y de las cadenas de lo que escucha. Comenzó con autorretratos, los cuales tenían una clara Influencia de la pintura renacentista italiana. Diego reaparece en sus días y bosquejos.

“Yo sufrí dos accidentes graves en mi vida, uno en el que un autobús me tumbó al suelo… el otro accidente es Diego”, y así lo fue, para 1938, recuperada expone en New York, deja atrás las atmósferas del muralismo mexicano y presenta la vena misma de su identidad. Bretón y Dalí, la reconocen; ella se amuralla en un cuerpo que se niega a cooperar. El dolor regresa, para 1953 pierde una pierna ya gangrenada, “Pies para que los quiero, si tengo alas para volar”. Falleció el mismo julio, pero ahora con lamentos de coyotes en 1954.

Frida, la de colores vivos y enraizados, la que honrada lleva la mexicanidad sobres sus pupilas; la que convierte sus dolores en trazos armónicos que acomodan lo profanado. Ella es tierra, viento y el canto de los pájaros que anidan en sus flores. “Pinta Frida, pinta para que no duela”, no los amores egoístas, o los cuerpos desleales, ella pintó para reconocerse digna de ser irrepetible.

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