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No me voy a poner a sacar cuentas, pero cuando llegué a vivir a Mérida, una de las cosas que más me gustaron fue que cualquier trayecto en coche dentro de la ciudad, no parecía tomar más de 10 minutos. Mérida no era necesariamente chica, pero el tráfico prácticamente no existía, las calles les pertenecían no solamente a los vehículos, sino a los peatones y ciclistas. Hoy, mientras hacía una larguísima espera para cruzar un semáforo en Paseo Montejo, recordé lo que era transitar por la urbe en esos días. En cambio, ahora, para ir de mi casa a la de mi Mamá no hago menos de 30 minutos, lo que se convierte en más de 1 hora nalga, 60 minutos sentado en el coche, cada vez que voy a su hogar.

Una hora en tránsito para ir y volver, que normalmente aprovecho -es un decir- para escuchar algún podcast. No importa tanto el tema, siempre y cuando sea entretenido y me ayude a distraerme mientras esquivo topes, camiones, semáforos y ambulantes. El simple hecho de poner el podcast y estar escuchando lo que otra persona, desde otro lugar del mundo, tiene que decir, me ayuda a solventar la ansiedad que me da estar tanto tiempo en tránsito; haciendo nada. Hasta que un caluroso y soleado día de mayo, algo ocurrió. Venía con el quemacocos abierto y mi teléfono se calentó tanto bajo el rayo del sol que se apagó, obligándome a manejar hasta mi casa en el vacío y silencioso ambiente que dejó en mi coche el celular colapsado.

Entre molesto y sorprendido empecé a pensar en la persona a la que se le hubiera ocurrido programar el mecanismo contra el calor extremo en los teléfonos y, sin darme cuenta, entre el silencio obligado y el camino, mi mente ya estaba en otro sitio; transitando entre ideas nuevas y creativas, recuerdos escondidos en el subconsciente y un par de reflexiones a las que de una u otra forma, les había estado huyendo los últimos días. ¿Dónde estaban escondidos todos estos pensamientos?

Vivimos en una época en la que estamos más conectados que nunca, pero al mismo tiempo tenemos un exceso de estímulos, a lo largo del día con el teléfono, la computadora, la bocina, el reloj; recibimos noticias, mensajes, notas de voz desde antes de despertar hasta la noche mientras dormimos. Pareciera que estamos indefensos ante tal desborde de estímulos de comunicación, ¿no me crees? Observa a cualquier persona que esté esperando algo o a alguien. ¿Cuántos segundos pasan antes de que saque su teléfono y se rindan ante los estímulos digitales, mientras esperan en el restaurante, en el camión, en la cola del súper o dónde sea?

Existe un reflejo automático; renunciamos a la responsabilidad de enfrentar el tiempo muerto solos con nuestros pensamientos. Le entregamos el control a cualquier otra cosa que nos puedan ofrecer nuestros dispositivos, desconectamos la mente y le entregamos el control para que nuestra mente se ocupe en recibir un mensaje y otro…

No soy la persona más indicada para asegurarlo, pero se me ocurre que el aburrimiento y el silencio suelen ser puertas de acceso directo a la creatividad y la reflexión. Que la incomodidad que genera, al menos de vez en cuando, bien vale la pena, en lugar de la comodidad de entregarle la atención a la desconexión de la mente mientras navegamos entre tantos estímulos digitales. ¿No te parece?

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