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El miedo es una sombra silenciosa que nos acompaña más de lo que quisiéramos admitir. A menudo nos preguntamos: ¿y si pasa esto?, ¿y si no resulta como esperaba? No me refiero al temor irracional o al terror a alguna cosa en concreto. Me refiero a ese miedo que es una brida a la hora de tomar decisiones y actuar. Nos congela, nos anquilosa, nos priva del bien y del mal. Vivir con miedo se convierte en una rutina agotadora. Nos envuelve en una angustia que nubla la mente y nos empuja a evitar riesgos, a elegir la comodidad de lo seguro, pero al precio de perder oportunidades. A veces me sorprendo de cómo el miedo puede instalarse en las decisiones más pequeñas y hasta en las más importantes. A veces no lo reconocemos a simple vista, pero está ahí, disfrazado de prudencia, de lógica o incluso de sentido común. Nos convencemos de que ciertas opciones son las más racionales, sin darnos cuenta de que en realidad estamos operando desde el miedo dandole una narrativa lógica a esa decisión que nos mantendrá bajo la protección de la quietud. Es una voz sutil que susurra al oído: —“mejor no te arriesgues… no vaya a ser que todo salga mal”.

La angustia generada por esos malditos miedos nos encierra en un círculo vicioso. Tomamos decisiones para evitar el dolor, la pérdida o el fracaso, pero en ese proceso nos perdemos la posibilidad de experimentar cosas nuevas, de crecer y de sorprendernos. Vivir con miedo no nos protege de los errores, sólo nos roba la oportunidad de aprender de ellos. Nos mantiene en un estado de alerta constante, anticipando catástrofes que la mayoría de las veces no ocurren. Operar desde el miedo es como manejar un coche con el freno puesto. Avanzamos, sí, pero con lentitud, torpeza y mucha resistencia, apechugando con un desgaste tremendo. Las decisiones que tomamos desde ese lugar rara vez nos conducen hacia donde realmente queremos ir. Al principio, puede parecer que evitamos problemas, pero con el tiempo nos damos cuenta de que el mayor problema ha sido dejar que el miedo controle nuestro camino.

Identificar las decisiones que nacen del miedo es el primer paso para cambiar el chip. Cuando me descubro eligiendo la opción más segura sólo por temor al resultado, trato de mirar profundo hacia adentro; me pregunto si estoy decidiendo desde la confianza en lo que quiero o desde el miedo a lo que podría perder. Esa pequeña pausa, ese ejercicio introspectivo hace toda la diferencia. No siempre es fácil, es más la mayoría de las veces no lo logro, pero aprender a desafiar al miedo es aprender a vivir más plenamente.

No se trata de eliminar el miedo —sería imposible—, sino de reconocerlo sin dejar que sea esa pequeña versión temerosa de nosotros mismos la que tenga la última palabra. Cada vez que elegimos desde la confianza, abrimos espacio para la vida en lugar de cerrarle la puerta, podremos fracasar, pero ponerle la cara a la vida incluso si es para recibir ese golpe, nos acercará más a la vida que deseamos. Y es justo en ese proceso, en el que encontraremos algo que el miedo nunca podrá darnos: libertad.

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