Alto a las violencias

Verónica García Rodríguez: Alto a las violencias.

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La violencia contra las mujeres parece ser un tema trillado en estos tiempos, en los que la mujer ha ganado espacios en la sociedad, en la política y en los que las leyes cada vez más están a su favor; sin embargo, existen muchas realidades ocultas a nuestros ojos, no porque no existan, sino porque la enajenación del día a día nos hace simplemente no verlas, aunque estén frente a nosotros.

La discriminación hacia las mujeres indígenas es significativamente mayor por su condición étnica y de género, la sociedad “blanca” las considera inferiores y sus congéneres hombres ejercen sobre ellas su poder masculino, valiéndose de una tradición que, en gran medida, se fue conformando con la influencia de los conquistadores. Un ejemplo son los chistes del teatro regional yucateco que se mofan de la “mestiza”, sin importar el daño que esto hace a la identidad femenina de la mujer maya.

Estas bromas que parecen inofensivas y que se hacen en aras del arte de la comedia o de la alegría en algunas fiestas, o incluso en el espacio privado de la pareja, son también una forma de violencia, que quizá sea más difícil identificar que un grito, un golpe o un feminicidio, pero es una agresión verbal llamada micromachismo de lenguaje que hiere con frecuencia a las mujeres y que abona el camino para agresiones de mayor gravedad.

La violencia contras las mujeres ha sido la mejor estrategia para el dominio del sistema patriarcal –ese que muchos dicen que es un invento feminista—, pues ha permeado en todos los niveles de la sociedad, de tal manera, que incluso las mujeres la ejercen sobre otras mujeres sin darse cuenta; sobre todo, a medida en que éstas se abren paso en la vida profesional, la cual, al ser un universo profundamente masculino, su único modelo, hasta ahora, también ha sido masculino.

Es decir, la violencia contra las mujeres va más allá del debate entre el sí o no al aborto, ya que la decisión sobre su cuerpo, comienza por el derecho de reconocer que tienen uno, sobre el que pueden decidir sentir o no placer, ser o no ser madres, y esto implica tener la suficiente libertad en derechos y oportunidades para que nadie se vea en la necesidad de vender su cuerpo o, peor aún, vender un hijo o alquilar su vientre, como sucede en las granjas de vientres de Tailandia, Laos y Camboya, o en menor medida, en alguna comisaría del interior.

Decidir sobre el cuerpo, no sólo tiene que ver con el sexo y la maternidad, sino también con la movilidad y la acción que permita a cualquier mujer transitar por los espacios que necesite o desee, sin ser juzgada por su aspecto o su estado civil; significa escuchar la voz que siempre les fue negada.

En un país en el que nos matan a diario, las otras violencias parecen menores. Pero recordemos las palabras de Margaret Atwood, en “El cuento de la criada”: “Nada cambia instantáneamente, en una bañera en la que el agua se calienta poco a poco, uno podría morir hervido antes de darse cuenta…”

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