De la decapitación a la bendición
La letra escarlata, columna de Aida López.
Hace algunos siglos, la maternidad fallida podía significar la decapitación si así lo decidía el rey. El 19 de mayo de 1536, Ana Bolena, esposa de Enrique VIII y reina de Inglaterra, fue víctima de un complot para decapitarla por no poder engendrar un hijo varón como heredero de la corona inglesa. La Torre de Londres alberga en sus jardines la piedra cilíndrica donde Ana colocó la cabeza para que un espadachín traído de Francia la decapitara con una espada, un honor que quiso obsequiarle su esposo al considerar que hacerlo con un hacha, como comúnmente se ejecutaba, no era digno de una reina con abolengo.
Si bien Enrique VIII no asistió al feminicidio, sí extendió invitaciones para que mil personas vieran cómo mueren las adulteras, pues de eso se trataba el complot, de acusarla de infidelidad con cinco hombres y por lo que la mantuvieron prisionera en la Torre de Londres por un año rodeada de espías que informaban al rey todas sus conversaciones.
Sin embargo, no todo era “culpa” de Ana, pues en el tercer embarazo cuando engendraba al heredero, Enrique sufrió la caída de un caballo en medio de unas justas quedando inconsciente, el susto que tuvo su esposa ocasionó que abortara, pero eso no le importó al rey cuando planeó con todo detalle el final de la esposa por quien se había separado de la Iglesia Católica por negarse a anular su matrimonio con su primera esposa de seis, Catalina de Aragón, hija de los reyes católicos de España, Fernando e Isabel; como era de suponer, Roma no se sumaría al capricho de Enrique VIII para anular un matrimonio de veinte años sólo porque Catalina no tuviera un varón. Cuando menos no la mandó a decapitar.
No sólo Ana tuvo un final trágico, también su prima y quinta esposa de Enrique VIII, Catalina Howard, otra adultera según el rey, cuyo destino estaba más que merecido; esta vez con un hacha. Al final, entre anulaciones, divorcios y decapitaciones, Enrique VIII no logró heredar la corona a un rey y por primera vez una mujer ocupó el trono.
A estas mujeres de la realeza y quizá a otras de a pie no les haya pasado por la imaginación que la maternidad era una bendición y mucho menos que existiría un día para celebrarla. Lo cierto es que en México surgió la necesidad del 10 de mayo ante la rebelión de las feministas yucatecas en 1916 que reclamaban tener control sobre su cuerpo, además de otros derechos que les estaban negados por la hegemonía masculina hasta la primera mitad del siglo XX.
La lucha por la autonomía corporal aún está vigente, ya que el cuerpo no es una cosa, como apunta la jurisprudencia, por ello requiere que la ley garantice los actos de disposición de este, entre ellos el aborto de quienes consideran que la maternidad no es una bendición y sufren las consecuencias de la “decapitación social” por interrumpir su embarazo.