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En la interminable búsqueda de la felicidad, nos embarcamos en un viaje por senderos desconocidos, recorriendo veredas escarpadas, a veces solos, otras acompañados. Pero, ¿existe realmente una receta universal para alcanzarla? Este cuestionamiento nos lleva a contemplar las diversas experiencias y momentos que, en conjunto, tejen el tapiz de nuestra trivial existencia.

La felicidad, esquiva y multifacética, se manifiesta en instantes efímeros y en logros trascendentales. Se encuentra en la risa compartida bajo la lluvia, en el abrazo cálido en días de frío, en el éxito largamente anhelado o la serenidad de un atardecer multicolor. No es un destino, sino una serie de paisajes que atravesamos en nuestro caminar cotidiano.

Invariablemente nuestra busqueda nos lleva siempre al mismo punto de partida, sobre la idea de que la felicidad reside no en acumular momentos de alegría, sino en apreciar la belleza en la simplicidad, en encontrar equilibrio y paz en medio del caos de la simpleza de estar vivo, y en aceptar que la tristeza y el dolor también son parte del viaje, enseñándonos a valorar aún más los destellos de luz en la oscuridad.

La receta de la felicidad, entonces, no es ni infalible, ni universal ni estática; es personal y se va escribiendo día a día con nuestras acciones, decisiones, y percepciones. No funciona igual para todos y cada quién se deberá hacer responsable de su propio camino. Esta es una de esas tareas que nadie puede hacer por ti. Una tarea que requiere de ingredientes como la gratitud, la resiliencia, el amor y los vínculos que construimos con los demás, así como en nuestra capacidad de maravillarnos ante caprichos del destino y lo impredecible de la vida en todas sus formas.

En nuestra odisea por hallar la felicidad, a menudo caemos en la seductora trampa de buscar una alegría eterna y sin esfuerzo, olvidando que la verdadera felicidad se forja en el crisol de nuestras experiencias, tanto en los desafíos como en los logros, y si me apuran tantito, incluso en los fracasos. Esta búsqueda de gratificación instantánea tan acorde a estos días, nos puede desviar del camino, llevándonos a ignorar el valor de las pequeñas victorias y los momentos de crecimiento personal. La felicidad no es un tesoro al final de un arcoíris, sino un jardín que cultivamos día a día con paciencia, aceptación y trabajo personal.

No existen fórmulas ni garantías, podemos incluso asumir que en muchos casos, la felicidad llegará a cuentagotas, pondrá a prueba nuestra templanza y abrirá nuevas oportunidad de continuar nuestra instintiva aventura de autodescubrimiento.

Así, mientras seguimos en la búsqueda, descubrimos que la felicidad no se trata de alcanzar un estado de satisfacción perpetua, sino de navegar las olas de la vida con esperanza y coraje, aprendiendo a ser felices con lo que somos y tenemos en el aquí y el ahora, sabiendo que cada experiencia, buena o mala, es un paso más hacia la comprensión de nuestro propio ser y de lo que verdaderamente significa ser feliz.

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