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El debate sobre el uso de datos en redes sociales lleva años y preocupa a sectores de las sociedades de todo el mundo y a algunos Estados. A otros, no tanto.

Lo que se deriva del acceso a las pautas de comportamiento y uso de aparatos, aplicaciones y navegación que es lo que recopilan normalmente los grandes dominantes como Google, Facebook, Amazon en sus respectivos negocios, es oro molido. Con ello “se adelantan” a nuestras propias decisiones de consumo e incluso nos dirigen hacia cierto tipo de productos, informaciones, opiniones y decisiones relacionadas con nuestros derechos políticos. Y también sacan provecho de la venta de estos datos.

Basta revisar el pasado reciente: la elección de Estados Unidos en 2016 con la manipulación de información falsa y la creación de perfiles psicológicos de posibles votantes o la decisión del Brexit, donde las redes sociales jugaron un papel definitorio: con páginas apócrifas que parecían verdaderas y descalificaciones fabricadas para dirigir el voto. Hay una gran literatura seria que documentó, en su momento, ambos fenómenos.

El tema del acceso a datos cobró actualidad con el reciente aviso que WhatsApp hizo a sus más de 2,000 millones de usuarios en el mundo. La confusión reinó y WhatsApp acalló el más lógico temor de sus usuarios: que no verá sus conversaciones y que sus mensajes seguirán cifrados de extremo a extremo.

El “issue”, sin embargo, no radica únicamente ahí, sino en los datos relativos al “comportamiento” de los usuarios en esa red, aun cuando sólo se trate de hábitos de compra y consumo; y cómo y por quiénes más esta recopilación de datos es usada.

Organismos internacionales y los estados de la Unión Europea entienden muy bien el tema: han sido los más ocupados en poner límites o cuando menos acotar estas prácticas. Los reguladores europeos ya sancionaron a Google tres veces por “abusar de su posición de dominio para restringir el libre comercio a través de su servicio publicitario”. En total estas sanciones suman 8,225 millones de euros.

También han multado a Facebook (que tiene unos 2,500 millones de usuarios activos) por mentir cuando compró WhatsApp en 2014. En aquel entonces Facebook les aseguró a los reguladores “que no sería capaz de vincular de forma automática las cuentas de los usuarios de su popular red social y las cuentas de los clientes de WhatsApp”.

Ha impuesto también multas a Twitter por “no informar adecuadamente sobre fallos en la seguridad de datos de sus usuarios”.

Fuera del ámbito comercial aún hay otro tema: la censura privada de contenidos. Sin intervención del Estado estas empresas pueden acallar voces o, como se dice en la jerga centennial, “cancelar” de su ”foro público” a personas, instituciones, organismos, etc.

Esto es entendible porque la libertad de expresión no es un derecho absoluto: hay discursos no protegidos por este derecho como “la propaganda de guerra y la apología del odio que constituya incitación a la violencia, la incitación directa y publica al genocidio, y la pornografía infantil”.

En estos casos son admisibles filtros y bloqueos. Pero según la jurisprudencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos deben hacerse por determinación de una autoridad judicial independiente. Como sabemos, sin embargo, a las redes les basta suspender las cuentas. 

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