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Estoy plenamente decidida a poner “el dedo en la herida”; no queda otra alternativa que dejar en relieve la urgencia de reflexionar en torno a los ejercicios comunicativos que ejecutamos como sociedad; pero más aún, sobre aquellos que son validados por ésta misma.

Es totalmente normal encontrar hoy en día que todo lo que se publica en redes o medios electrónicos tiene un buen número de creyentes. Apreciable consumidor de noticias, debemos volver al más primitivo, y cada vez más lujoso, sentido común; ponernos a pensar que cualquiera puede fabricar una historia o suceso y subirlo a una página, muro o similares es prioritario para nuestra salud social y personal.

Si hacemos un poco de memoria, por lo menos los que somos de las últimas décadas del siglo pasado, encontraremos que nuestros padres y abuelos dudaban de lo que decía éste o aquel medio de comunicación, reconocían las tendencias ideológicas de los noticieros, periódicos y revistas; criticaban la falta de confiabilidad que evidenciaban los medios al no corroborar sus fuentes, e incluso los castigaban con la frialdad del más duro desdén.

¿Cuándo dejamos de preguntarnos sobre la veracidad de las noticias? O mejor dicho, cuándo abandonamos, como seres pensantes que somos, nuestro sentido crítico, ese que nos ayudó de pasar de grupos nómadas a sedentarios, hace muchísimos años. No se trata de una invitación a la desconfianza total, se trata de poner en el tamiz de la duda razonable, toda la cantidad de información que nos llega, aún sin pedirla, día a día, cada instante.

Resulta vital recordar que los filtros editoriales no aplican en la mayor parte de los medios virtuales que nos rodean y, por ello, nos presentan “la película personal” o colectiva de un determinado grupo con intereses definidos.

Nunca, difamar o calumniar había sido tan accesible como ahora; estamos a un click de distancia de ser tachados de ladrones, asesinos, o, en el más leve de los casos, personas de dudosa moral.

El mismo click y distancia que nos puede llevar a ser elevados al pedestal de Santos o beatos en camino a la santidad. Existe una responsabilidad al publicar un suceso; existe una responsabilidad al consumir cualquier información; pero, y más importante, existe una responsabilidad social al permitir que esta dinámica de comunicación, sustentada en nada, se prolongue a las nuevas generaciones y se normalice al grado de considerarla una nimiedad.

Comunicar es un arte, uno que levanta el vuelo hacia los más altos estándares de los valores universales. Eduquemos, los que somos maestros o padres, a nuestros jóvenes; señalemos, las veces que sea necesario, que cada publicación debe ser hecha bajo el más estricto cuidado de los que se pudieran ver implicados.

Y, ya que, en la actualidad, resulta seductoramente irremediable publicar nuestras cosas y las ajenas para casi toda la población del mundo, como mínimo detengámonos un par de minutos, para pensar si lo que publicaremos valdrá la pena darlo a conocer, si resultará en algo positivo que mejore algo de mí o de mi entorno.

Y, en similar ejercicio, todo lo que leamos, miremos, escuchemos o descarguemos, pueda pasar por el filtro de la crítica personal y constructiva; dejando siempre, un rincón para la duda y la sana desconfianza; aquella que solía tener la humanidad cuando era más humana.

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