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Los seres humanos, tú, yo, nosotros, vivimos siempre en la cuerda floja, al filo de la navaja, la seguridad que muchas veces creemos haber encontrado en nuestra vida diaria, es solo el bálsamo tranquilizador que aplicamos a cada uno de nuestros días, con la esperanza de que esa cura se haga realidad, sea un dique permanente contra las vicisitudes de nuestra existencia; a pesar de que de cuando en cuando un golpazo del todo inesperado nos vuelva a la realidad y nos confirme que nuestra vida es una hoy, y puede muy bien, ser algo totalmente diferente mañana.

Vamos avanzando por nuestros días, meses y años envueltos en la inhóspita bruma de la inseguridad, y es por la niebla impenetrable de lo inesperado, que en no pocas ocasiones acabamos chocando con el muro de una realidad por todos inesperada.

No hay nada que pueda preparar al corazón humano para una pérdida inesperada, para una realidad dolorosa que hasta hace unas horas pareciera no ser propia de nuestra vida, no hay una sola persona que no se cimbre ante la muerte de un ser querido en un accidente automovilístico, la sensación de haber hablado con esa persona hace apenas unas horas.

En medio de sufrimientos, recibimos la noticia de que aquello que considerábamos un mal menor es un cáncer que ha venido a destrozar la vida de uno de nuestros hijos, casi sin comprender esta realidad, pasmados ante la sorpresa, muchas veces optamos por ni siquiera reconocer como real lo que la vida presenta ante nuestros ojos, nuestra mirada, mente y corazón se declaran en rebeldía ante el tener que aceptar tal situación en nuestras vidas, el dolor corroe nuestras almas, mientras confundidos, desorientados e incrédulos tratamos de encontrar una explicación a lo inexplicable.

No existe una reciprocidad de la vida hacia nuestros actos, innumerables seres humanos han dado siempre lo mejor de sí, para recibir a cambio reproches, descalificaciones, accidentes, dolor y muerte; son estos grandes dolores de la vida los que vienen a templar el alma, a fraguar entre las llamas del dolor el espíritu humano, es ante ellos que el ser humano se gradúa como tal, nadie puede sentirse plenamente humano mientras no haya tenido que superar el látigo inclemente del destino inesperado.

Porque es en estas horas de dolor y angustia donde lo mejor de cada uno de nosotros sale a relucir, donde la fortaleza de nuestro amor, creencias y valores se ponen a prueba y nos permiten bautizar en el sufrimiento de lo inesperado al ser humano auténtico, generoso y confiado en Dios que cada una de nuestras horas encierra.

Que sean pues, los golpes de la vida y todas esas horas inhóspitas, compañeras inevitables de nuestra existencia y el horno en el que fragüe la fortaleza de nuestro amor, la esperanza que acompañe nuestros años y la inquebrantable confianza en la mano del Padre Eterno.

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