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Llegó el día de la Democracia, si la hay, si podemos llamarle democracia a unas elecciones marcadas por la violencia y asesinatos de candidatos que pasaron sin el menor asombro de la opinión pública. No así, los intentos por “agradar” y ser simpáticos, que llevaron a algunos candidatos a la vulgaridad y el ridículo, todo sea por un voto.

Carlos Monsiváis decía muy acertadamente que “la política es el arte de vender simultáneamente el gozo de la estabilidad y la paranoia ante el caos”, nada mejor para describir lo que se viene; este proceso electoral nos deja en claro que las fronteras de la lealtad, la convicción y la verdadera política se diluyeron, no quedó nada de la esencia de los partidos políticos y sus ideologías, es más esa palabra desapareció del argot narrativo de las campañas, para darle cabida a la simulación, a los intereses partidistas y personales y jugar con el lenguaje para no nombrar como tal lo que sucede. El resultado es que muchos ven el traje nuevo del emperador, y muy pocos su desnudez.

Sí, ¿recuerdan el clásico cuento infantil “El traje nuevo del emperador” de Hans Christian Andersen?, fue escrito hace dos siglos y sigue vigente. Su trama es simple, llegan dos sastres estafadores a la ciudad donde reina un emperador egocéntrico, vanidoso y narcisista y como gran aficionado a los trajes le venden la idea que hacen los mejores con una tela milagrosa que tiene la virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida. Y al emperador le parece una gran idea pues podrá saber quién es inteligente y quién no entre sus funcionarios. El desenlace es obvio, con tal de seguir en el puesto y aparentar ser inteligente todos afirman que ven las maravillosas telas y los vestuarios inexistentes. Al final, el emperador desfila desnudo, pero convencido que lleva un traje precioso, y es un niño el que en su inocencia grita la verdad: ¡Pero si no lleva nada!

Puede ser que seamos como ese niño, y la política no nos importe y no creamos en ella, pero no podemos dejar de ejercer nuestro derecho como ciudadanos a votar, aunque sea con la nulidad del voto, que también es una decisión, y probablemente también una forma de manifestar inconformidad ante las jugadas sucias que se nos presentaron en estos comicios. Lo que no podemos, ni debemos es dejar de votar, porque sin voto estamos más lejos del verdadero país que queremos y nos merecemos, más lejos del paraíso, que no existe, pero que al menos anhelamos. Y es que el país o la ciudad que los políticos prometieron son una utopía, un paraíso anhelado, muy lejos de ser posible.

Ellos ya prometieron, ahora nos toca elegir. Salgamos a votar para decir aquí estoy, especialmente el sector poblacional de la clase trabajadora de entre 30 y menos de 60 años de la que pocos o nadie incluyó en sus propuestas, pero son los que más impuestos pagamos para sostener los programas sociales y todo lo demás que prometieron. Entonces sí, salgamos a votar, y a exhibir la desnudez de la Democracia en México.

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