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Arriba de nosotros, de absolutamente todos, existe un maestro. Padre, madre, hermanos, abuelos, amigos, mentores, profesores; todos los que de alguna forma han estado antes y a quienes hemos mirado con la distancia del respeto de quien, habiendo respirado durante largo tiempo, sabe más.

Basta el ejercicio de pensar quién fue el virtuoso que con naturalidad ató sus cordones frente a nosotros en un despliegue de movimientos suaves y precisos acompañados de las descripciones más comunes. Ya sean orejas de conejitos que se cruzan y dan la vuelta, o un “éste por aquí, y éste por allá, y luego lo pasas del otro lado y jalas”, hemos tomado el hecho de aprender como una cuestión de adopción.

Abuelo Mario, conocedor y catador de los helados de “La principal”, fue mi maestro en la habilidad de comer helado sin cuchara. La técnica, insólita en mis primeras clases requería paciencia para esperar por la consistencia perfecta del producto. La mano derecha, porque la izquierda conducía la camioneta, presionaba el vasito dando un movimiento giratorio que, con la ayuda del calor de las dos de la tarde, agilizaba el ablandecer de la sustancia para eventualmente poder sorberla sin ser líquida, sin complicaciones y con la ayuda de la bembita heredada. ¿Sus discípulos? Todos sus nietos.

La historia que esta semana nos ocupa va en un sentido similar pero con una lección que se acepta con dificultad. El caso es distinto, por supuesto. Un hombre se encuentra en Italia para ser aprendiz de un gran artista. El dibujo a mano, como técnica presentada en la historia de Juan José Arreola, muestra un universo de posibilidades y proyecciones con los cuales nos sentiremos incómodamente relacionados o dichosamente ajenos.

El maestro, quien con dureza juzga la obra de su nuevo discípulo, centra la corrección en la idea de que el joven artista cree en la belleza y por ende, la vida de su arte refleja su privacidad sentimental: dibuja a su amada. El maestro toma la creación y con violentas líneas gruesas transforma sus trazos iniciales para alejarlo de lo bello; para enseñarle una lección que no logra comprender.

A modo de clausura de la sesión, el joven artista sostiene en sus manos el dibujo modificado del rostro de su amada convertido en cenizas. Lejos, el eco de las risas del “superior” y los demás discípulos lo persiguen por las calles de una Italia nocturna que pareciera rechazarlo. La suerte, es que, tras una lección obscura, seguirá buscando la belleza.

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