El nuevo poder del voto

El escaso valor que la sociedad reconoce al voto de sus integrantes...

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El escaso valor que la sociedad reconoce al voto de sus integrantes, y que manifiesta en el desprecio a los electos, está en contradicción directa con la condición fundamental del sufragio en nuestros días: determina realmente quiénes detentan el poder público. Si hasta antes de la alternancia en la Presidencia el peso del voto podía seguirse poniendo en duda -a fin de cuentas nunca había logrado cambiar al partido gobernante en el país-, ésta demostró que, finalmente, se había constituido en condición indispensable del poder formal.

El estado de cosas que los mayores de 40 conocimos como inmutable, las elecciones formales en las que todos los puestos eran cobrados por el PRI, con la rara excepción de algún municipio o distrito, pertenece a un mundo inexistente y a ratos inimaginable para los jóvenes de hoy. La incertidumbre sobre los futuros ganadores de la mayoría de las contiendas, sin duda de las presidenciales, forma parte de la nueva normalidad política del país, aún con los severos problemas de iniquidad de los comicios. La presencia de numerosos aspirantes a cualquier cargo, los golpes dentro de los partidos y entre ellos, la multiplicación de alianzas de todo tipo, el recurrir a mañas y trampas dentro y fuera de la ley, el desvío general de recursos públicos destinados al desarrollo democrático para pagar publicidad frívola, y hasta el obsceno uso de masivas cantidades de dinero ilegal en las campañas, todos los esfuerzos por hacerse de los cargos tienen que lograr que una mayoría de los votos, ahora emitidos individualmente por ciudadanos realmente existentes, salga de las urnas. Las elecciones son una aduana que sólo la mayoría de sufragios permite franquear.

Es cierto que Peña Nieto ha alcanzado los niveles más bajos de popularidad para cualquier presidente del que esto se haya medido, pero también lo es que, a diferencia de los presidentes del priato, no llegó a Los Pinos por voluntad imperial de su antecesor, por la invencibilidad del aparato corporativo de su partido, o por fraude electoral, sino porque la mayoría relativa de los mayores de edad que votaron en 2012 lo prefirieron a él como jefe de Estado. El voto es más poderoso que nunca, expresa un poder de la sociedad que antes no existía, aunque ésta después desconozca en sus resultados sus propias acciones.

Esta auténtica enajenación -ver como ajena la propia creación- cubre como una gruesa nata el desarrollo democrático del país. Permite que el ciudadano encuentre su sufragio intrascendente, incluso más que en aquel mundo extinto en el que, generación tras generación, emitimos votos inútiles, destinados a eternas derrotas, con la idea fantasiosa de que esa terquedad llevaría a que, algún día, realmente se contaran y, así, contaran en la política. Triste paradoja.

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