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Existen historias que solamente viven a través de voces correctas. Relatos dirigidos al olvido si de pronto son presentados impresos en papel, en cuerpos ajenos o en circunstancias desafortunadas. Es decir, en este mundo que habitamos hay gente que toman por suyo el arte de apropiarse de una narrativa. De ocurrir una separación entre ambos la historia se pierde.

Cada persona mayor en mi vida, vista desde una perspectiva de infancia, era portadora de relatos específicos que amaba pedir en repetición como si de un espectáculo se tratara. Mi madre: narradora del cuento de la cucaracha que al bañarse llenaba su cuello de talco; y del soldado de plomo perdido y encontrado entre azares de río y pesca. Mi padre: gran maestro de la historia de México desplegada en su voz, perspectiva y grandiosos insultos.

Abuelita Manuela: protagonista en voz y vida del reinado de carnaval en Tzucacab a sus 18 años. Abuelita Rita: espectadora principal en el terror de salir a la calle en tiempos post revolucionarios y observar a los hombres con carabinas. Estas historias no corresponden, ni corresponderán, a nadie más que a ellos.

Juan José Arreola, en su cuento “Parturient montes”, encuentra valor en el suceso inevitable de ser requerido para repetir una historia que preferentemente quisiera no contar. No sabemos si es su voz o la voz de su yo narrativo, o un guiño entre ambos. Lo cierto es que la maestría con la que toma la historia como suya, hace de la lectura un ejercicio de intriga, expectativa y placer.

Un grupo de personas ha colocado a nuestro narrador en un punto de no retorno: esperan que cuenten de su voz la historia del parto de los montes. Poco les importa la fuente real proveniente de Horacio: “Parturient montes... nasceturridiculus mus”, (parirán los montes y nacerá un ridículo ratón). La gente quiere la historia en su versión.

Con esfuerzo disfrazado de seguridad, el narrador se desenvuelve ante una multitud variada que, no conforme con el cuento, espera también la realización total del acto: el nacimiento del ratón. El actuante se torna nervioso. Expone los bolsillos del pantalón, muestra el vacío del sombrero, palpa las piernas como si buscara algo y antes de desmayarse ante la presión de no decepcionar, siente en su axila el breve movimiento de un producto una vez más triunfante. El público enloquece ante el ratoncito y él se alivia de una suerte que desconoce, de una historia que quisiera no tener que repetir.

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