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La mayoría de las veces que escribo para tus ojos, es de tarde. No comienza siquiera a obscurecer y la claridad es suficiente aun cuando los primeros tonos rosados de abril amenazan con cubrir un cielo sin nubes que lo habiten. Entonces pienso, pienso demasiado; me pierdo en la nada de los movimientos dactilares en el teclado y tras una lectura en turno dejo que todo fluya. Para cuando termine, si no corro con suerte, habrá obscurecido. Es una carrera.

¿Has recibido cartas enviadas como la formalidad epistolar indica? Con todos los detalles aprendidos en la primaria que lejos de crear aprendizaje, más bien cortaron la ilusión de un envío real. Permanecieron estampadas, selladas con saliva y aguardando por unos ojos que jamás leerían siquiera la dirección. Cuando era niña, recibí la carta de una amiga que se había ido a vivir a Estados Unidos; me contaba cosas que fueron irrelevantes e impersonales. Hablaba del número de suéteres que usaba por el frío y de las millas que corría en su clase de educación física. ¡Ahí se quedó mi pensamiento y atención! ¿Cuánto era una milla? ¿Tenía verdaderas clases de educación física? ¿Por qué mi clase de educación física era jugar voleibol con un balón desinflado cada viernes por una hora? Perdí el interés a las cartas, y fue definitivo. Hasta ahora.

El azar literario me acecha con emisiones peculiares. Sea el tema, la familiaridad, la intimidad, las breves historias o el manejo de la palabra; estoy fascinada. Mi hallazgo reciente viene de Lewis Carroll, quien envía una carta a su amada Gertrude para informarle de su nueva enfermedad: “Te sentirás apenada, y sorprendida, y desconcertada, de oír la extraña enfermedad que me aqueja desde que te fuiste. Llamé al doctor y le dije “Deme medicina, pues estoy cansado”. Él me respondió: “¡Tonterías! Usted no quiere medicina: ¡vaya a la cama!”. A lo que le repliqué: “No, no es el tipo de cansancio que quiere cama. Estoy cansado en la cara”. Se llegó, al final de buscar, que el motivo de dicha fatiga eran los besos, excesos de besos, once besos dados a Gertrude que significarían una peculiar enfermedad.

La receta y remedio: enviar los 182 besos restantes en una caja. Carroll, habitando en un mar de oraciones increíbles y figuras perfectas, concluye para Gertrude y para nosotros: “...los empaqué todos con mucho cuidado. Cuéntame si llegan a salvo o si se pierde alguno en el camino”. Que tus cartas no se pierdan, que siempre lleguen con besos.

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