Espiral
Julia Yerves: Espiral
Lo imposible siempre tiene un espacio dentro de la mente. Se trata de un sitio acaso pequeño pero profundo, en el que por un instante, nada parece demasiado complicado para suceder. Comienza con un pensamiento y lo que continúa es una sonrisa tímida, apenas visible, como reflejo del estallido interior que se ha producido al tener la mente ocupada con ideas por demás deslumbrantes. Miente quien dice que no fantasea y que tiene los pies muy firmes en la tierra como para permitirse ese tipo de posibilidades mentales. La mente, al igual que el cuerpo, necesita estímulo.
Los días infantiles que habité carecieron de fantasía explícita y mental porque me refugiaba en las certezas que no necesitaba. Sin embargo, juro que las personas que llevaron mi sangre hicieron de la realidad, grandes escenas increíbles.
Mi abuelo, un gigante sin miedo, me enseñó a matar serpientes en una tarde marítima donde mis manos deshierbaban el exceso verde que no combinaba con lo blanco de la arena. ¿Sabía lo que hacía? No. La imitación bastó para sentirme completa. “¡Mira chata!” Una serpiente de tamaño carente de amenaza pasaba a un lado suyo. “Éstas pican; así las matas, velo”. Con un movimiento rápido y preciso, tomó el extremo contrario a la cabeza de la serpiente y la levantó al aire haciendo círculos; el impacto por mi parte, mudo y entusiasta, se clavó en la espiral que iba formándose al momento de que mi abuelo golpeara contra el “suelo” blanco, la cabeza de la serpiente. Quedé fría, fascinada.
En “Espiral”, del escritor argentino Enrique Anderson Imbert, estamos frente a un relato que contempla imposibilidad como la atracción mental y el divertimento máximo. Para entenderlo, es menester tener la mente abierta y guiñar al niño interno que lo apreciaría.
Un hombre llega fatigado a su casa. Al subir las escaleras una duda le abraza al considerar si ese era su hogar, su puerta, su vida. La divagación continúa en una constante suposición de realidades y pronto llega a la idea de que alguien, él mismo, estuviera durmiendo en su cama. Fue real dentro de lo fantástico. Efectivamente había dos de él; se miraban, se sonreían. “¿Quién sueña con quién?”. La imaginación daba para más y esa espiral giraba lejos del fin cuando desde la escalera surgió una posibilidad nueva; los pasos de alguien que subía. En el susto emocionado, se fusionaron siendo uno mismo para esperar entre sueños a ese que subía; ellos mismos. ¿Caricia sonriente para la fantasía mental? Sí.