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Me resulta reconfortante acechar a la calle. El cielo tiene sus mejores tardes del año y sus colores rojizos y rosas me aseguran que aún quedan tesoros que ni siquiera una pandemia nos puede arrebatar. En este encierro es fácil extrañar y ponerse nostálgico, pero es mucho más fácil estar irritado, molesto, con una ansiedad que rápidamente nos transforma en nuestras peores versiones. Cuando eso pasa suelo ser como un perro de la calle, que no reconoce ni piensa, simplemente ataca ante lo que le resulta peligroso y lo que en ese momento le causa miedo.

Luego uno reacciona. Se siente culpable de afrontar las cosas de esa manera, porque recuerda que en las calles, en los hospitales, en los pabellones de terapia intensiva hay gente que lo está pasando peor y que tiene a la muerte de frente, contemplándole el rostro, intentando no ser absorbido en su mirada.

¿Qué se sentirá encarar a la muerte como lo hacen las enfermeras o los doctores?, ¿cómo pueden borrarse los traumas e intentar ser felices en los almuerzos del domingo?, ¿cómo me atrevo a quejarme del encierro si tengo la plena libertad de respirar?, ¿de mirar la tele acostado en el mueble de la sala, mientras que por la puerta ingresa el aire, que aunque no es nada parecido a la brisa de Telchac, me brinda la sensación de aún estar libre y vivo?

A veces me parece que esto no acabará nunca. Que la última vez que estuve con mis amigos fue la última de toda la vida y que pase lo que pase hemos caído en una sentencia absoluta cuya parte más difícil será la aceptación. He leído que esta idea viene de una reacción psicológica al encierro, incluso hay especialistas que comparan esta pandemia con alguna de las

guerras mundiales de siglos anteriores, por lo que temen consecuencias severas en la conciencia colectiva. Entonces, si esto es una guerra, ¿cuál es mi papel en la lucha?, ¿contra qué es nuestra batalla real?, ¿contra el virus, el tiempo, la incertidumbre? Me inquieta pensar todas las noches en esto.

Por eso prefiero extrañar antes que cualquier cosa en este encierro. Porque extrañar es una forma de construirnos y pensar en aquello que fuimos, pero sobre todo en lo que somos ahora, porque todo se vuelve una consagración de los deseos lejanos y los próximos. Siempre pienso en las tardes de sábado en las que salía del trabajo y caminaba por la Plaza Grande. Era agradable ver a los adolescentes en pareja o a los grupos de amigos que buscaban perderse entre las calles de esta ciudad, sin motivo alguno más que el de ser libres. Luego me dirigía a mi casa para encerrarme en mi completa libertad de no hacer nada más allá de tomar unas cervezas y ver el futbol o una película o dormir. Extraño esa clase de libertad. La espero con paciencia, tanto como muchos esperan verse de nuevo y sonreir.

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